- Mientras tú estés conmigo estaré seguro de que no me disolveré por completo y todos me olvidarán - dije mirando a Olympia a sus profundos ojos.
Me despedía de ella tras acompañarla como muchas otras mañanas hasta la puerta de la universidad. Mientras sonreía me acarició la cara e hizo un gesto con la mano como sacando el corazón de su pecho para guardarlo en el mío:
- sujétate a esta roca amor mío - y me dio un profundo y cálido beso.
Después se alejó con su caminar ligero y la contemplé maravillado hasta que desapareció tras una esquina.
Decidí pasear durante el resto de la mañana y experimentar esa calmada extrañeza que me acompaña desde que volvimos de Creta: la sensación de estar anclado con más fuerza al mundo pero como disuelto en él, fundido.
Caminaba entre la gente sintiéndome lejano y sin embargo conectado, como si los conociera profundamente. De alguna manera me reconozco en cada uno de ellos, pequeñas fuentes de la corriente subterránea.
Entré en una bonita cafetería inundada con una luz muy apacible. Imaginé cual era la silla que me correspondía en una especie de intuición. Me senté y al mirar alrededor vi que tenía la mejor perspectiva para contemplar todo el local y a la vez no me reflejaba directamente en ninguno de sus espejos. Eso me hizo sentir más invisible, casi como un fantasma, y fantaseaba con que si alguien intentaba hacerme una foto no podría captar mi imagen. La atención de la camarera y el café que me sirvió me demostraba que esto no era literalmente así, pero no por ello la sensación era menos real.
Cuando fui a beber mi café observé como las espirales de su espuma giraban en torno a un punto en calma; era como mirar el cielo girando alrededor de la estrella Polar, ese centro más allá del discurrir del tiempo.
Más tarde creí que sería interesante pasear hasta Notre Dame y me senté en su plaza contemplando la fachada mientras encendía un cigarrillo. Seguí distraído el humo con la mirada y sus volutas viajaron hasta una pareja que estaba sentada a pocos metros de mí. La mujer explicaba algo a su compañero mientras consultaba un libro.
- ¿Sabes? - comentó -, antiguamente habían casas en esta plaza y hasta 1748 también una fuente monumental. Tenía una estatua alta y estrecha muy desgastada por el tiempo que sostenía un libro en una mano y una serpiente en la otra. La gente del pueblo la llamaba Monsieur Legris, Gran Ayunador o Ayunador de Notre Dame. También Matre Pierre, queriendo decir piedra maestra. En la fuente había una inscripción en latín que decía:
"Tú que tienes sed ven aquí; si por azar faltan las ondas, ha dispuesto la Diosa las aguas eternas".
Sonreí fascinado al entender el sentido de esa frase, al escucharla justo ahora. Me imaginé levantándome y caminando entre callejones estrechos, flanqueados por los pintorescos edificios que debían haberse alzado aquí, hasta salir a una pequeña plaza donde estaría la fuente. Miraría entonces a Monsieur Legris a los ojos y le diría "desde luego que estoy sediento" y bebería y bebería hasta saciarme.
Lamenté entonces que ya no existiera, que el afán racionalizador de abrir los espacios hubiera destruido algo tan bello. Pero recordé que no puede ser destruida.
Aunque no podamos contemplar esa fuente, ahora sé que existe y siempre existirá La Fuente.
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