jueves, 26 de abril de 2007

La Señora del Laberinto II. La embriaguez profana

El día que decidimos viajar a Creta Gabrielle y yo sólo tuvimos que preocuparnos de nuestras cosas; algo de equipaje y los instrumentos mediante los cuales enfocamos nuestros hechizos. Elyse nos pidió que dejáramos en sus manos organizar el vuelo (iríamos en su avión, un Cessna Caravan), el alojamiento y demás. Se vanagloriaba de haber sido, en el pasado, una gran organizadora de tours de aventura para yuppies. No hace falta decir que este viaje la inspiraba bastante más. No me explicó qué era exactamente lo que la movía a venir con nosotros, aunque la posibilidad de cierta aventura parecía ser suficiente. Con sus comentarios irónicos decía dejar las disquisiciones metafísicas para mí. Pero vamos, no resulta nada convincente. Su interés por todo es mucho más profundo de lo que le gusta demostrar. ¡Cómo olvidar que viajó dos veces a ese maldito rincón del Tíbet sólo por seguir una leyenda que indicaba que allí encontraría algo con lo que someter a los demonios! Cuando le volví a preguntar sobre el tema dijo que su intención es ponerlos a trabajar para que le construyan un palacio o un templo, tal y como hizo Salomón. ¿Quién sabe? Está lo suficientemente loca como para imaginárselo. Pero bueno, para no frivolizar es justo decir que, muy probablemente, a una búsqueda como esa la arrastra algo terrible de su pasado. Por ahora ignoro qué puede ser.

Tras un par de escalas en el norte de Italia y en la Grecia continental, llegamos a Creta mientras atardecía. Elyse explicó que siguiendo nuestros deseos esa noche dormiríamos en un pequeño hotel junto al mar, pero lo suficientemente alejado de nuestro destino como para que tuviéramos que hacer un día entero de caminata y una acampada corta bajo las estrellas para llegar a Cnosos al amanecer. Peregrinar, aunque sólo fuera durante un día a pie, nos parecía fundamental. Queríamos sentir aquella tierra en la que había nacido el mismísimo Zeus y recrearnos con la calidez y el perfume que tiene el aire primaveral en el monte mediterráneo.
Nada más instalarnos en el hotel Elyse propuso, al más puro estilo carpe diem, que bajáramos a la playa, nos bañásemos de noche antes de cenar, después cenando nos emborracháramos con vino griego y después ya se vería. En fin, tratar de disfrutar al máximo ante nuestro incierto destino (tal vez un laberinto del que no sabríamos volver). Ni que decir tiene que no hace falta la posibilidad del riesgo o la muerte para convencernos de lo interesante que es pegarse una buena juerga, tanto a Gabrielle como a mí.
Y así pasamos aquella primera noche en Creta. Nos dejamos arrastrar totalmente como futuros iniciados de un culto pagano ancestral. Con el vino salí del poco ensimismamiento que me pudiera quedar, y permanecí abierto por completo a la noche y las danzas que quisimos inventarnos. Bailamos y cantamos en la habitación. Después sobre la arena. Bajo un cielo sin luna la oscuridad lo hacía todo más claro, y como buenos borrachos nos dijimos los tres lo mucho que nos queríamos.
Más tarde, al desplomarme sobre la cama de mi habitación con una sonrisa que se había quedado a vivir en mi cara, sólo me dio tiempo a desear, antes de caer en el más profundo sueño, no tener demasiada resaca al día siguiente.

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