Tras un par de escalas en el norte de Italia y en la Grecia continental, llegamos a Creta mientras atardecía. Elyse explicó que siguiendo nuestros deseos esa noche dormiríamos en un pequeño hotel junto al mar, pero lo suficientemente alejado de nuestro destino como para que tuviéramos que hacer un día entero de caminata y una acampada corta bajo las estrellas para llegar a Cnosos al amanecer. Peregrinar, aunque sólo fuera durante un día a pie, nos parecía fundamental. Queríamos sentir aquella tierra en la que había nacido el mismísimo Zeus y recrearnos con la calidez y el perfume que tiene el aire primaveral en el monte mediterráneo.
Nada más instalarnos en el hotel Elyse propuso, al más puro estilo carpe diem, que bajáramos a la playa, nos bañásemos de noche antes de cenar, después cenando nos emborracháramos con vino griego y después ya se vería. En fin, tratar de disfrutar al máximo ante nuestro incierto destino (tal vez un laberinto del que no sabríamos volver). Ni que decir tiene que no hace falta la posibilidad del riesgo o la muerte para convencernos de lo interesante que es pegarse una buena juerga, tanto a Gabrielle como a mí.
Y así pasamos aquella primera noche en Creta. Nos dejamos arrastrar totalmente como futuros iniciados de un culto pagano ancestral. Con el vino salí del poco ensimismamiento que me pudiera quedar, y permanecí abierto por completo a la noche y las danzas que quisimos inventarnos. Bailamos y cantamos en la habitación. Después sobre la arena. Bajo un cielo sin luna la oscuridad lo hacía todo más claro, y como buenos borrachos nos dijimos los tres lo mucho que nos queríamos.
Más tarde, al desplomarme sobre la cama de mi habitación con una sonrisa que se había quedado a vivir en mi cara, sólo me dio tiempo a desear, antes de caer en el más profundo sueño, no tener demasiada resaca al día siguiente.

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