sábado, 31 de enero de 2009

El ney

Inflama, aliento que me atraviesas,
el sonido de la flauta de caña.
Arde en mí, fuego de la Tierra luminosa,
prendiendo las estrellas
que se tornan almenaras.

Eternidad, si jamás concluyes,
¿qué podría mermar tu luz?
Señalas por siempre al viajero en el exilio
el titilante camino del retorno.

lunes, 26 de enero de 2009

La flauta de caña III. El sonido de fuego

“Escucha la caña, ¡cuenta tantas cosas! Dice los escondidos secretos del Altísimo; pálida es su figura y el interior vacío. Ha dado su cabeza al viento y repite: Dios, Dios, sin palabras y sin lenguas.”
Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī

El célebre poeta persa y maestro sufí Mawlānā Ŷalāl al-Dīn Rūmī (1207-1273), más conocido entre nosotros simplemente como Rumi, fue el autor de una vasta obra poética que incluye uno de los más importantes escritos de la literatura persa, el Masnavi, cuya belleza y trascendencia han llevado a que sea conocido como el “Corán persa”. Está compuesto de más de veinte mil versos que narran cientos de fábulas, revelaciones coránicas y escenas cotidianas, con el trasfondo metafísico fundamental de la búsqueda de Dios.
Entre sus múltiples historias cuenta que un día el Profeta Muhammad confió unos secretos a su yerno ‘Alí, siéndole prohibido a éste que los desvelara. ‘Alí consiguió mantener con esfuerzo su palabra durante cuarenta días pero finalmente, incapaz de seguir manteniendo el secreto, marchó al desierto y asomándose a la boca de un pozo lo confesó al interior de la tierra. Se cuenta que en el transcurso de la revelación su saliva cayó dentro; y en aquel mismo lugar, al poco tiempo, creció una caña que un pastor cortó y talló para elaborar una flauta. Se cuenta que las melodías que interpretaba eran de tal belleza que las gentes que acudían en multitud a escucharle quedaban extasiadas, y que incluso los camellos atendían respetuosamente rodeándole en círculo. La fama del flautista llegó hasta oídos de Muhammad quien le hizo llamar y pidió que tocara para él:

“Estas melodías, dijo entonces el Profeta, son el comentario que yo he comunicado a ‘Alí en secreto. Del mismo modo, si alguien entre las gentes de pureza carece de pureza, no puede oír los secretos de la melodía de la flauta, ni gozarlos, pues la fe es el placer y la pasión”.

Tal es la profundidad del mensaje que transporta la música del ney, nombre persa de la flauta de caña o caramillo. Y por ello se toca durante las sesiones de dhikr y en el samâ (concierto espiritual acompañado de danzas), practicados por la orden Mevleví, tariqa fundada por los propios discípulos de Rumi y conocida popularmente como la orden de los Derviches Giróvagos.

Una historia igualmente hermosa y significativa sobre la trascendencia de la música del ney es destacada por Henry Corbin en el capítulo titulado “Del sentido místico de la música persa” de su libro “El Imam oculto”. En él nos habla del secreto que puede comunicar el sonido de la flauta a aquellos dispuestos a trascender los sentidos físicos y percibir su mensaje a través del oído del corazón. Explica Corbin:

“En una de sus grandes obras todavía manuscritas, Qâzî Sa’îd Qommî (pensador iraní del siglo XVII), recuerda y comenta largamente unas palabras de aquel que ocupa un lugar eminente entre los corazones iraníes, el primer Imam de los chiitas, Mowlânâ Ali ibn Abî Tâlib. Según esta tradición, el primer Imam dijo un día entre sus familiares:

Porque había en mi corazón preocupaciones que lo angustiaban y no he encontrado a nadie a quien confiarlas, he golpeado la tierra con la palma de la mano y le he confiado mis secretos, de manera que, cada vez que en la tierra germina una planta, esa planta es uno de mis secretos.

Ciertamente, no se trata de un secreto agronómico. La Tierra de la que se trata no es la tierra que soporta nuestros pasos y que está hoy en vías de ser devastada por las ambiciones de nuestras desmesuradas conquistas. Es la “Tierra de luz” que sólo se ve con los ojos del corazón. Pero depende de nosotros mirar esa tierra con ojos capaces de verla, y, mirándola de ese modo, hacer que la Tierra de luz nos mire también, nos concierna también a nosotros. Depende de nosotros que, golpeando junto con el Imam el suelo de esa Tierra de luz, veamos emerger en ella ciertas plantas que nos revelen nuestros secretos apenas presentidos. Y como ocupando un rango preeminente entre esas plantas, el filósofo Qâzî Sa’îd Qommî nombra la caña de la que está tallada la flauta mísica, cuyo lamento exhala el prólogo del Masnavi y que, como sabemos, está asociada a todos los servicios religiosos de la Orden de Mowlânâ.
Todos hemos oído cantar al menos algunos dísticos de este prólogo:

Escucha la historia que cuenta la flauta de caña, la
de las separaciones cuyo lamento exhala.
Desde que fui cortada del cañaveral, mi queja ha

hecho lamentarse a hombres y mujeres.

El que es abandonado lejos de su fuente original,
aspira a volver al tiempo de su unión.
Mi secreto no está lejos de mi queja, pero la luz
está ausente al ojo y al oído.
El cuerpo no está velado al alma, el alma no está
velada al cuerpo; sin embargo, a nadie le está
permitido ver el alma.
Es de fuego el sonido de esta flauta, no es un
soplo de viento. Quien no posee ese fuego,
¡morirá asimismo!

Ciertamente, nadie ha visto nunca el alma con los ojos con los que normalmente vemos las cosas de este mundo. Sólo se puede presentir por la queja de la flauta mística cortada, en el origen, en la Tierra de luz. Lo que germina de esa Tierra y de ella fue separado, la historia del exilio y el retorno, ésa es la obsesión de la mística persa, y eso es algo que no puede ser visto ni probado de forma racional, algo que no se puede contar ni se puede ver con la vision directa, sino que sólo el hechizo musical nos puede hacer presentir y ver, en la medida en que a audición musical llegue a hacernos súbitamente “clarividentes”. Y esto es, en muy pocas palabras, lo que quisiera sugerir al hablar del sentido musical de la mística persa.
Lo indecible que la mística persa se siente en el deber de expresar es la historia que rompe lo que nosotros llamamos historia, una historia que deberíamos denominar metahistoria, pues su acontecer se sitúa en el origen de los orígenes, anteriormente a todos los acontecimientos registrados y registrables en nuestras crónicas. La epopeya mística es la del exiliado que, llegado a un mundo extranjero, está en camino para volver a su casa, a su mundo. Lo que intenta decir esta epopeya son los sueños de una prehistoria, la prehistoria del alma, su preexistencia a este mundo, sueños que parecen ser siempre para nosotros una orilla prohibida. Por eso en una epopeya como el Masnavi, apenas se puede hablar de sucesión de episodios, ya que todos ellos son emblemáticos, simbólicos. Toda dialéctica discursiva está excluida. La conciencia global de ese pasado y del futuro al que nos invita más allá de los límites de la cronología, no puede alcanzar más que musicalmente su carácter absoluto. Para experimentar su “Libro santo”, ese Masnavi que con frecuencia es denominado el “Corán persa”, los místicos están, por esencia, en el deber de cantar para decir.”

La flauta es el alma que se siente separada de su manantial divino, que trasmite, con su sobrecogedor sonido, el anhelo por la separación: “Ese anhelo que expresas/ es el mensaje de respuesta/ Ese penar desde el que gritas/ Es lo que te atrae hacia la unión./ Tu pura tristeza/ Que desea ayuda/ Es el cáliz secreto”, dicen otros versos de Rumi.
Y suyas son también las palabras con las que se dirige a Dios para decirle: “Nosotros somos la flauta, la música viene de ti”.

Ejemplar del Masnavi. Irán, 1479.


Prólogo del Masnavi

Escucha el caramillo, cómo se queja,
Lamentando su destierro del hogar:
“Desde que me arrancaron de mi cama de mimbre,
Mis lastimeras notas han hecho llorar a hombres y mujeres.
Reventé mi pecho, esforzándome por desahogar los suspiros,
Y expresar los dolores súbitos de mi anhelo por mi hogar.
Quien mora lejos de su hogar
Anhela siempre el día de su regreso.
Mi lamento se oye en todas las multitudes,
A coro con aquellos que se regocijan y aquellos que lloran.
Cada uno interpreta mis notas en armonía con sus propios sentimientos,
Pero ninguno desentraña los secretos de mi corazón.
Mis secretos no son ajenos a mis notas lastimeras,
Sin embargo no se manifiestan al ojo y al oído sensual.
El cuerpo no está velado del alma, tampoco el alma del cuerpo,
Sin embargo ningún hombre ha visto nunca un alma”.
El lamento de la flauta es fuego, no mero aire.
¡Dejad que quien carezca de este fuego sea considerado muerto!
Es el fuego del amor lo que inspira a la flauta,
Es el fermento del amor lo que posee el vino.
La flauta es confidente de los amantes desdichados;
Sí, sus compases ponen al descubierto mis más íntimos secretos.
¿Quién ha visto un veneno y un antídoto como la flauta?
¿Quién ha visto un confortador compasivo como la flauta?
La flauta cuenta la historia del sendero ensangrentado del amor,
Cuenta la historia de las penas del amor de Majnum.
Nadie está privado de estos secretos salvo el demente,
Mientras la oreja se inclina a los susurros de la lengua.
A través del dolor mis días son trabajo y tristeza,
Mis días pasan, mano a mano con la angustia.
Sin embargo, aunque mis días así se desvanezcan, no importa,
¡Tú permaneces, Oh Incomparable y Puro!
Pero aquellos que no son peces pronto se cansan del agua;
Y quienes no tienen el pan diario encuentran el día muy largo;
Así pues el “Crudo” no comprende el estado del “Maduro”;
Por ello me incumbe acortar mi discurso.
¡Levántate, Oh hijo! ¡Rompe las cadenas y sé libre!
¿Hasta cuándo estarás cautivo de la plata y el oro?
Aunque viertas el océano en tu cántaro,
Este no puede contener más que la reserva de un día.
El cántaro de deseo de los codiciosos nunca se llena,
La concha de ostra no se llena con perlas hasta que está contenta;
Solo aquél cuyas ropas han sido desgarradas por la violencia del amor
Está completamente puro de la codicia y el pecado.
¡Hola a ti, pues, Oh Amor, dulce locura!
¡Tú que curas todas nuestras enfermedades!
¡Qué eres el médico de nuestro orgullo y vanidad!
¡Qué eres nuestro Platón y nuestro Galeno!
¡El amor exalta a nuestros cuerpos terrenales hasta el paraíso.
Y hace que las mismas colinas salten de alegría!
Oh amante, fue el amor lo que dio vida al Monte Sinaí,
Cuando “tembló”, y Moisés cayó desmayado.
Sólo que el Amado me tocara con sus labios,
Yo también, como la flauta, estallaría en melodía.
Pero el que se aparta de aquellos que hablan su lengua,
Aunque posea un centenar de voces, está forzosamente mudo.
Cuando la rosa se ha marchitado y el jardín está seco,
La canción del ruiseñor ya no se oye.
El Amado es todo en todo, el amante sólo Le vela;
El Amado es todo lo que vive, el amante una cosa muerta.
Cuando el amante ya no siente la viveza del Amor,
Se vuelve como un pájaro que ha perdido sus alas. ¡Ay!
¿Cómo puedo conservar mi juicio
Cuando el Amado no muestra la luz de Su rostro?
El Amor desea que este secreto sea revelado,
Porque si un espejo no refleja, ¿de qué sirve?
¿Sabes tú por qué no refleja tu espejo?
Porque no ha sido limpiado el orín de su superficie.
Si estuviera purificado de todo orín y suciedad,
Reflejaría el brillo del Sol de Dios.
Oh amigos, ahora ya habéis oído este cuento,
Que expone la misma esencia de mi caso.

jueves, 8 de enero de 2009

La flauta de caña II. El sueño

“La música opera el milagro de tocar en nosotros el núcleo más secreto, el punto donde se establecen todos los recuerdos.”
Gilbert Durand


Vestía un chaleco de vivos colores, mis abrigadas botas nuevas y un pequeño gorro de lana bordado con hilo dorado. Me encontraba inmerso en uno de esos sueños de nítidas y vivas imágenes donde además, de la manera más natural, eres tú mismo al tiempo que otro. Así que yo era un muchacho que se había preocupado ese día de fiesta de lucir sus mejores galas para que -aunque humildes-, no desentonaran con los trajes de las gentes reunidas en aquel palacio que aún era hermoso, aunque sus tiempos de esplendor hubieran pasado hacía ya varios siglos. En Azerbaiyán estaba aquel lugar, eso lo sabía, así como que me encontraba en mi hogar.
Aquella mañana la luz del sol era muy blanca y el cielo de un azul muy pálido. Era una luz primaveral que apenas caldeaba pero hacía brillar con fuerza la nieve sobre las montañas grises que, más allá de la llanura, perfilaban el horizonte. Yo observaba el paisaje distraído desde una ventana mientras la gente entraba y salía de un gran salón adyacente; allí sonaba fuerte una música de animada percusión así como los rápidos pasos de aquellos que danzaban.
Sin ganas de participar del bullicio (y sabiéndome un tímido y no muy hábil bailarín), caminé por un pasillo cruzándome con otros hombres y mujeres ataviados con largos ropajes de brillantes colores. Finalmente, el pasaje desembocó en un hermoso patio rodeado de arcos y columnas que albergaba varios árboles además de una pequeña fuente. Allí también había gente, pero su actitud era más reposada: podía ver ancianos charlando distendidamente, mujeres dando de comer a sus bebés y niños jugando distraídos. Paseé por el patio respirando aire fresco en busca de un lugar donde sentarme y acabé haciéndolo en el suelo de piedra bajo las ramas de un árbol.
Mientras disfrutaba de la tranquilidad y del arrullo del agua, vi que caminaba por allí un hombre que llamó poderosamente mi atención aunque no sabía decir por qué; mi vista no distinguía bien su rostro ni parecía destacar especialmente entre los demás. Creo recordar que tenía barba corta y vestía un turbante muy sencillo. Tras él, manteniéndose en un segundo plano, caminaba un muchacho de mi misma edad que parecía ser su hijo o tal vez su aprendiz. Entonces el hombre avanzó hasta detenerse frente a mí y agachándose me entregó una flauta partida en dos pedazos. Al ofrecérmela me dijo pausadamente mientras me miraba a los ojos con atención:
-Ahora te toca a ti- Y tras dejarla en mis manos ambos se marcharon sin añadir palabra.

Me quedé intrigado mirando atentamente los fragmentos, pensando por qué me la habrían dado a mí, alguien que jamás había tocado flauta alguna. Observé entonces que tenía una extraña forma de cruz aunque la porción horizontal era muy corta. También me pareció que no tendría fácil arreglo, pero para mi sorpresa pronto conseguí ensamblar los pedazos y mantenerlos unidos a la vez que los dedos quedaban libres para moverse sobre los agujeros. Tapé con el pulgar el orificio posterior y soplé con decisión aunque no conseguí emitir ningún sonido. Sin embargo resultó que tras pocos intentos comenzó a sonar; primero no muy bien, pronto mucho mejor, hasta que emitió una nota larga y clara que sonó a la perfección.
Entonces, simplemente, comencé a tocar.
Recuerdo cómo interpretaba con naturalidad y soltura, espontáneamente, casi como si fuera mi propia respiración. Y ante aquel prodigio empecé a sentirme embargado por una profunda emoción, emoción que incluía el sentimiento de la vocación encontrada, pues recuerdo haber pensado: “¡Sí, yo he nacido para esto!”, mientras la melodía manaba sin que siquiera pensara en ella. Pues era yo quien tocaba, eso lo sabía, pero la música pasaba a través de mí, como si la trajera el viento tras haber abierto una ventana. Entonces me di cuenta que se había hecho un gran silecio pues todas las personas en el patio se habían detenido a escuchar. Y en sus caras podía leer como en un libro un sentimiento que sabía compartíamos: el de haber reencontrado algo fundamental, algo que no recordábamos haber perdido pero que allí estaba; la música transmitía una paz beatífica, una sensación de plenitud, de permanencia, colmando un anhelo profundo que hacía que cerraran los ojos, que sonrieran, que lloraran. Recuerdo haber pensado, extasiado, que toda música es hermosa en tanto se parece a aquella música, en tanto se aproxima a evocar lo que ella evoca. Y sintiendo que transpotaba un mensaje sagrado comencé a concentrarme tratando de recordarla, intentando que no se desvaneciera de mi memoria como arena entre los dedos.
Y tal vez porque quise asirla, porque impuse mi voluntad al sueño queriendo fijar mi atención, en ese preciso instante desperté.

He estado fascinado desde entonces con cada detalle de aquel sueño: sus colores, los rostros de la gente, el sentimiento de plenitud, el sonido de la flauta. Sin embargo hace poco -tras unos meses desde aquella noche-, que empecé a intuir la profundidad del mensaje que trasportaba; que comprendí finalmente, tras oír hablar del Masnavi, que había recibido una respuesta.
 
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