miércoles, 1 de junio de 2011

La respuesta impronunciable

“No es el aspecto lo que uno debe buscar comprender, sino al presenciador de los aspectos.”
Kausitaki Upanishad

“El fuego de la Noche lanza la Mónada al sueño.”
Leurípides de Calamata

"Ésta es la región en la que descansa el Ser divino, con una corona blanca en la cabeza y el cetro de mando en la mano. Ante Él detengo mi barca y pronuncio estas palabras: "¡Dios poderoso, Señor de la Sed, mírame y escucha mis palabras! Acabo de nacer. Acabo de nacer. Acabo de nacer."
El libro de los muertos

Tras caminar durante un tiempo indefinido comprendí que me había extraviado. Me hallaba en una extraña construcción en la que sólo acertaba a encontrar, por mucho que caminara, pasillos y más pasillos con puertas que no llevaban sino a más pasillos. No todos eran iguales sino que parecía, cuando cruzaba algún umbral, que transitara de un edificio a otro: desde un corredor palaciego con enormes lámparas alineadas en su techo, pasando por uno de aspecto mucho más humilde, estrecho y oscuro, hasta otro de apariencia interminable y estilo burocrático, con el aire de una gris institución. En ninguno encontré ventanas.

Hasta después de un tiempo no fui consciente de que había otras personas. Caminaban de acá para allá, absortos también en sus pensamientos o bien apresurados en tareas que no acertaba a comprender. Unos parecían saber de la presencia de los otros, pues sin duda se veían y se esquivaban al pasar, pero no hablaban. Todos y cada uno parecían caminar solos y aunque aparentaban saber a dónde se dirigían, tras observarlos con detenimiento comencé a dudar que fuera así.

Cuando empecé a temer que no sería capaz de salir de aquel inmenso laberinto algo rompió el silencio. No demasiado lejos, retumbando a través de las galerías, se oyó un terrible rugido de una profundidad tal que hacía pensar en una bestia enorme. Y el sonido se aproximaba. La gente parecía asustada sin saber muy bien de qué y comenzaron a caminar más rápido, aunque tampoco huían. Primero corrí tratando de escapar, pero pronto el eco y los pasillos me confundieron y no fui siquiera capaz de saber si actuando de aquel modo conseguía alejarme lo más mínimo. Hasta que me detuve exhausto, la espalda contra la pared, decidido a aguardar a que aquella cosa pasara cerca de mí si así había de ser, hastiado de caminar y correr sin dirección, tanto tiempo según me parecía, que sentí que había transcurrido allí toda mi vida.

Hasta que aquella cosa pasó finalmente junto a mí: al frente caminaba un hombre con la mirada perdida y aspecto de estar completamente agotado. Había sido embridado, como si se tratara de un caballo, y atado tras él, como si fuera el carro del que tirara, había un monstruo gigante caminando a cuatro patas. Podían verse sus huesos y su cráneo a través de jirones de carne y algunos fragmentos de telas raídas, como si el cadáver de un enorme depredador se hubiera levantado de su tumba para caminar de nuevo. Y sobre la grupa de la bestia, sosteniendo las riendas del hombre, una figura menuda, de aspecto repugnante, que parecía un duende de piel macilenta. Supe que el hombre no sabía lo que cargaba a su espalda, como tampoco parecían saberlo el resto de personas que, asustadas antes por el rugido que oyeron de lejos, parecían incapaces de ubicar su procedencia ahora que la bestia caminaba en silencio frente a ellos. Entonces el duende giró su rostro, y sus ojos, apenas dos puntos diminutos y brillantes, se clavaron en los míos; sonreía mientras parecía preguntarse qué acertaría a hacer yo ahora que lo había visto.

En ese momento una terrible sospecha prendió en mi mente, de modo que, despacio, giré sobre mí mismo, pero lo que encontré fue que un nuevo corredor se había abierto allí donde antes sólo hubiera un muro. La luz que provenía de él parecía muy distinta esta vez.

Comprendí entonces que me encontraba frente al umbral de un templo. Al atravesarlo penetré en un pasillo cuyos muros, de gran altura, estaban adornados con relieves de vivos colores, aunque no conseguí apreciar ninguna de sus imágenes. La luz del sol iluminaba desde lo alto y se iba atenuando hacia el suelo, de forma que el resto del lugar quedaba alumbrado de una manera muy débil.

En aquel espacio no había puertas a lo largo de los muros sino que el pasaje proseguía recto, con el suelo ligeramente inclinado, hacía una única sala que se abría al final. Entonces comprendí que alguien me acompañaba, pues sentí su presencia caminando junto a mí. Supe que era un sacerdote, aunque en ningún momento pude verle.

Una vez alcanzamos el fondo accedimos a una estancia mucho más pequeña, casi cúbica. Imaginé que debía tratarse del sanctasanctórum del templo en cuyo centro se encontraba su único ocupante: una estatua que representaba una figura masculina, un poco más pequeña del tamaño de un hombre adulto y vestida con ropajes blancos. Recuerdo claramente la fuerza que emanaba de ella, la mirada de sus ojos abiertos y su rostro color negro.

Mi acompañante dijo entonces:

-Aquel que esculpió la estatua quiso conocer con ella lo Invisible; y tú no estás aquí sino para lograr lo mismo. Sabes que estás soñando –añadió-: sueña ahora desde su interior.

Me quedé muy quieto frente a ella, intuyendo sólo vagamente lo que podría significar lograr lo que se me pedía, concentrado en sus ojos, cerrando los míos después cuando al respirar percibí su respiración, cómo comenzaba a moverse… Hasta que de pronto todo cambió.

Me encontraba echado boca arriba, inmóvil, en el interior de lo que parecía una caverna, aunque la visión del techo de roca, si lo había, se perdía en lo alto debido a la oscuridad. A mi alrededor unas extrañas figuras, cuyo número no podía contar, se movían con armoniosos movimientos, precisos pero imprevisibles, como en una intrincada danza mil veces practicada. Y detrás de cada una de ellas parecía haber siempre otra más. Vi entonces que extendían sus manos hasta mí, desgarrándome, cortándome, desmembrándome. No podría decir si asemejaban ángeles o criaturas demoníacas, pues esto bien parecía depender de cómo la luz incidía sobre ellos. Y supe que todas aquellas rocas que veía sobre mí, en los muros alrededor, en el suelo, estaban hechas de mis propios huesos. Recuerdo que pensé: ¿en qué vez anterior si mis huesos aún me pertenecen? Pero los pensamientos se perdieron al llegar a una bruma anterior a la cual ya no acertaba a pensar nada.

Y así transcurrió la danza, hasta que me arrancaron los pulmones, los ojos, el corazón; y todo se volvió negrura.

Cuando volví a ver de nuevo una suave luz iluminaba la caverna. Parecía haberse hecho de día y que el lugar tuviera una abertura que en la noche hubiera pasado desapercibida. En su interior un tenso silencio parecía cubrirme, como si hubiera habido una membrana invisible que la rodeara. Entonces, acercándome en dirección a la luz, encontré la salida.

Y allí estaban de nuevo todas aquellas criaturas. Pero entonces lo vi: vi lo que hacen cuando nadie está mirando. Una de ellas, la más próxima a mí, levantó el dedo hacia sus labios e hizo un gesto para que guardara silencio, lo único de aquello que me fue dado contemplar que podría en realidad ser descrito. Entonces asintió levemente en manera de reconocimiento, para pasar a adoptar después un aire más severo, como de advertencia. Y mientras señalaba lo que había dejado tras de mí, oí que su voz decía:

-Ahora toma esos despojos que llamabas tuyos y vuelve a hacer lo que tiene que ser hecho.

Entonces desperté.

sábado, 22 de enero de 2011

La respuesta de la Ninfa

"Se habla de un oráculo que la Noche y la Luna comparten. Carece de límite y tampoco tiene fondo, sino que anda errante entre la humanidad a través de sueños y visiones."
Plutarco

En Molaki todo es un sueño. Pido Perdón pues a aquellos que podáis leer este escrito si os llega a parecer confuso, pero narraré lo que aconteció tal como fue, en la medida en que sea capaz de contar aquello de entre todo lo que vi que puede en realidad ser contado.

Allí donde los días no dependen del viaje del sol ni los acontecimientos parecen seguir mayor orden que el destello de un pensamiento, las pesadillas se sucedían. Y no porque supiera al aceptar mi viaje que todo lo que visitaría sería un sueño dejaba por ello de ser aterrador, pues, ¿qué podría haber de irreal en aquello que puede conocerse? Sólo que su realidad pertenece a otro mundo, pero uno que no deja de trenzarse en el que consideramos nuestro y que con frecuencia nos lleva más allá de nosotros mismos.

Había sido invitado a un banquete. Los comensales, corteses pero distantes, decían pertenecer a una corte que había estado dormida. A la luz de las velas, una muchacha, casi una niña a quien se dirigían como “alteza”, permanecía medio bañada en la sombra, y los rumores parecían susurrar aquí y allá que su majestad aún no había despertado. Sólo una figura parecía prestarme mayor atención que la requerida por la mera cortesía frente a un invitado. Era un hombre muy alto de rostro malcarado, que fruncía el ceño y torcía el gesto mientras me miraba muy fijamente. Aún así, si hubiera tenido que apostar contra él, habría dicho que trataba de marcarse algún tipo de farol y que era muy bueno haciéndolo. Tras unos momentos observándome con atención y evaluando cada uno de mis gestos, se acercó hasta mí. Aunque su figura era completamente humana se presentó como un fauno y su nombre comenzó a borrarse de mi memoria apenas lo hubo pronunciado. Por algún motivo casi preferí que fuera así. Llevándome consigo hasta un oscuro salón adyacente, y una vez medio escondidos tras unas pesadas cortinas, sacó de bajo de su capa una bolsa de seda negra y abriéndola dejó caer en mi mano un collar compuesto de gemas de brillantes colores.

-Su alteza me ha dado esto para vos- dijo entonces enfatizando la voz para que volviera a levantar la mirada desde la joya hasta sus ojos-. Es un presente para que podáis entregarlo a una dama-. Por unos momentos se detuvo a observar mi gesto de sorpresa, y entendiendo cuál era mi pregunta, añadió cambiando el tono: -tú que temes ser un instrumento del Mal, hombre peligroso, ella contestará cualquier pregunta que seas capaz de formularle –y levantando una ceja dejó entrever un amago de sonrisa para añadir: -¡cuán limitado te encuentras en verdad!
Después me llevó frente a una puerta y abandonó la estancia sin despedirse ni mirar atrás.

El camino que me alejó del palacio parecía una senda casi borrada y apenas distinguible a pesar de la luz de la luna. El firmamento se veía muy claro y el aire era frío, como correspondería a una despejada noche invernal. En aquel lugar no conseguí distinguir más que un paisaje pedregoso con pequeños arbustos espinosos que, desperdigados, adornaban el suelo de roca oscura. Sólo un poco más adelante vi lo que parecía un pequeño montículo escarpado o tal vez unas piedras gigantescas amontonadas desordenadamente. Decidido a escalarlas, comencé a escuchar un sonido de agua que venía de algún lugar en el interior de aquellas rocas. Cuando llegué a la cima pude ver que la piedra se abría en una ancha cavidad interior, casi circular, en la que había un estanque de aguas negras. Me pareció que sólo tras observarlo un rato comenzó a reflejar las estrellas, primero como un espejo en calma para pronto comenzar a agitarse suavemente en ondulaciones que parecían multiplicar las luces. Entonces me pareció que la luna había venido a reflejarse igualmente, hasta que comprendí que aquella luz que pronto emergió de la superficie era una mujer o tal vez lo más parecido a una mujer que podría haber surgido de aquella materia. Se acercó nadando graciosamente hasta quedar bajo donde yo estaba asomado y me miró muy fijo, aguardando algo. Comencé a descender por la roca hacia ella, y cuando quedé prudentemente cerca según estimé, extendí mi brazo ofreciéndole el collar de gemas que, en aquel lugar, parecían haber perdido su brillo, pues reflejaban sólo la oscuridad. Ella lo miró, levantó de nuevo su pupila hasta la mía, sonrió complacida y tras tomar mi mano, estiró con fuerza haciéndome caer con ella al interior de las aguas.

-Yo contestaré tu pregunta- dijo sosteniendo mi rostro entre sus manos-, pero tienes que darme un beso.

Entonces me besó, y como si hubiera estado hecha de mercurio, comenzó a arrastrarme hacia el fondo mientras me abrazaba, cada vez más profundo, hasta que todo se oscureció por completo allí donde ya no llegaba ninguna luz. Entonces sentí que me perdía, que no habría sabido, aunque me liberara de su abrazo, en qué dirección nadar para llegar arriba, y supe que pronto se agotaría el aire de mis pulmones aspirado en aquel beso. Recordando para qué había venido pensé que tal vez acertaría a escuchar la respuesta antes de morir y sentí cómo ella esperaba la pregunta como una tensión en mi mente. Y ya no pude pensar en nada más cuando acerté a preguntar:

-¿qué es lo que debo conocer?

Me encontré tumbado en la arena de un desierto. El cielo, casi blanco de lo luminoso, hizo que en un primer instante quedara deslumbrado. Al girar para tratar de levantarme comprendí que me encontraba en lo alto de una gran duna y vislumbré un valle, todo de arena. Entonces vi que no estaba solo.

En el valle estaba Eugen como nunca antes lo había visto. Tenía desplegadas unas alas imponentes de plumas blancas, grises y negras, y vestía una coraza brillante sobre unos ropajes de aire oriental. Portaba una lanza en sus manos y, mientras se movía como acechando algo en pequeños pasos calculados, seguí su mirada que vigilaba atentamente la arena bajo sus pies. Entonces me di cuenta que algo enorme se movía bajo ella, primero muy lentamente, hasta que emergió, de forma repentina y con un fuerte impulso que lanzó al aire una lluvia de arena, una serpiente gigantesca. Y tuvo lugar el combate: Eugen se movía no menos rápido que aquella criatura, saltando, esquivando sus embates y enarbolando su arma que lanzaba estocadas tan veloces como eran los intentos de la serpiente por arrancar su cabeza de un mordisco. Y así combatían hasta que, de algún modo, zafándose de ser estrangulado por sus anillos, Eugen atravesó el vientre de la serpiente. Subiéndose sobre ella se aseguró que la lanza la atravesara de costado a costado, hundiéndola con fuerza hasta que la criatura expiró y dejó de moverse. Entonces de la herida y de la sangre brillante comenzó a crecer un árbol que pronto alzó sus ramas imponentes. Eugen se quedó junto a él, bajo su frondosa copa, y su sombra y la del árbol se hicieron largas sobre la arena que asemejaba incandescente mientras el sol parecía prendido entre las ramas.

Entonces todo cambió. De nuevo el paisaje desértico estaba vacío y sólo una figura se movía sobre la arena. Era Karel a quien reconocí antes por su hermosa voz que cantaba que por su figura. En sus manos la lanza que antes portara Eugen parecía un objeto diferente, más parecido a un báculo, y la levantó para moverla en el aire siguiendo el ritmo de sus versos. Fue entonces cuando la serpiente surgió de nuevo desde bajo de la tierra y comenzó a moverse alrededor de Karel quien había comenzado a danzar. Ella empezó a acercarse lentamente hacia él, dando vueltas y dejando dibujada en la arena la huella de su trayectoria espiral. Hasta que llegó un momento que Karel cesó de danzar, giró la lanza y la clavó con decisión en el suelo; mientras, la serpiente llegó hasta el centro y se enroscó trepando lentamente por ella, hasta que su cabeza llegó a lo más alto y su boca quedó abierta hacia el cielo. Y ni el báculo, ni Karel, ni nada en aquel lugar produjo una sombra bajo la luz del Sol.

 
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