miércoles, 18 de abril de 2007

Onire: el alma de la torre

La torre, nuestra atalaya en el centro del mundo, está dotada de alma. Cuando quieres hablar con ella basta con decir su nombre desde cualquier habitación. A no ser que esté terriblemente ocupada con algo importante siempre acude. Curiosa y eficiente. Protectora, cariñosa y adorable. Así es Onire.
Desde la primera vez que se manifestó en la piscina tiene el aspecto de una niña india, en concreto de la tribu de los apaches broncos. Aunque el porqué de esta excentricidad sería demasiado largo de explicar, digamos por ahora que encarna así algo perdido que vuelve a través de ella a formar parte de este mundo. Este es al parecer uno de sus principales dones: recuperar cosas perdidas, proteger todo lo que existe y merece la pena ser conservado y por qué no, tal vez traer a la existencia todo lo imaginable. Y es esto lo que la hace tan magnífica y le da una potencialidad tan terrible.
Pero no está sola en sus quehaceres; estamos nosotros. Con una gran responsabilidad pues ella sabe sobre sí misma aquello que nosotros hemos averiguado.
El otro día le planteé una duda sobre ella y me dijo que tenía la respuesta en la punta de mi lengua.
Angelo, el padre de Judith, dejó escrito en sus diarios sus intuiciones acerca de lo que la existencia de este lugar puede suponer para el mundo, pero es tarea nuestra profundizar mucho más.
A pesar de los más de veinte años que Judith vive en este edificio, no deja de sorprenderla. Y es lógico. No sólo es que sus misterios son muchos, incluido el de en qué se inspiró exactamente su abuelo para diseñarlo, sino que además cambia con el tiempo.
Sí, nuestra Onire crece. La primera vez que se manifestó aparentaba unos ocho años de edad. Ha ido cambiando y ahora, tras el último estirón -que se produjo con el rito de la danza de la primavera que hizo Gabrielle-, ya es una muchacha de unos trece. Y sabemos que cuando ella crece el cable también lo hace, pues son dos manifestaciones de una misma cosa; Onire es una adolescente y las raíces del cable crecen por el subsuelo de París enraizando la torre más y más.
Aunque esto sea sutil y perceptible sólo por aquellos que han aprendido a hacerlo, en modo alguno es algo trivial. Sus efectos pueden ser profundos. Muy profundos.
El terreno de Onire, como el de todo daimon, es el territorio del Alma del Mundo, el reino intermedio que pone en contacto lo trascendente y el mundo físico. A él pertenecen los espíritus de los lugares, los mensajeros de los dioses y los sueños en los que a veces nos visitan. Y si Onire se enraíza más, refuerza esa unión, revertiendo así el proceso de alejamiento del misterio y de la magia.
Nada desdeñable, desde luego. Esto es cambiar el mundo, abrir posibilidades latentes.
Algo me dice que los sueños de los parisinos van a ser más vívidos y significativos: tal vez haya cierta explosión creativa si quienes los visitan son las musas; tal vez cierto resurgir espiritual si quienes les susurran son los ángeles.
Pero todo tipo de dáimones habitan el reino intermedio.
Estaremos alerta, al igual que los lobos, pues no todos los espíritus son favorables.

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