jueves, 27 de septiembre de 2007

La prisión de Katerina

Aquella mañana me despertó la mortecina luz dorada que iluminaba mi habitación en el antiguo palacio real. Al levantarme y acercarme a la ventana se fue disipando la sensación de encontrarme aún en un sueño y acudieron a mi mente los sucesos de los últimos días. Por primera vez desde que había llegado al bosque me sentía despierto y relajado, recuperadas las fuerzas para tratar de valorar todo lo que estaba pasando.
Stibor, servicial como siempre, me informó que el señor había salido temprano a cazar mientras me servía el desayuno en el salón donde Hlinka y yo habíamos conversado la noche anterior. Me explicó que su costumbre era retornar al mediodía, aunque en ocasiones no volvía hasta bien entrada la tarde. Le comenté que deseaba caminar por el recinto del castillo aprovechando la luz del día y la tregua que estaba dando la lluvia, y él se despidió para ocuparse de sus quehaceres recordándome que podía buscarlo para pedirle cuanto necesitara.
Salí a pasear al patio y me detuve frente a la catedral para admirar la llamada puerta de Oro en aquel silencio total sólo interrumpido por suaves ráfagas de viento. Observé como nunca el precioso mosaico de cristal de Bohemia que hay sobre la entrada, ese que evoca de forma tan magnífica escenas del Juicio Final.
A pesar de la soledad y el frío el lugar parecía haber perdido parte de la sensación opresiva que había sentido al llegar. Tal vez fuera la luz diurna, tal vez la ausencia de lluvia:
- o tal vez la ausencia de Hlinka - pensé.
La puerta estaba abierta y entré en el templo dispuesto a disfrutar al máximo con la sensación que tenía de que de algún modo este lugar me pertenecía. Caminé por la nave mientras experimentaba con gran intensidad el recogimiento. El silencio era tal que me descalcé para no perturbarlo y tenía la sensación de que mis pensamientos producían un eco que las imágenes podían escuchar. Me pareció que observaba complacido mi gesto un ángel del mausoleo de mármol que en el centro de la catedral alberga algunas de las sepulturas de los reyes que reposan en este lugar.
Decidí entonces tratar de silenciar mis propios pensamientos y dejar que acudieran a mí otros ecos. Fue así, caminando frente a las hermosas capillas y oratorios bajo la luz de las vidrieras, como tras un tiempo noté la presencia de alguien más. También en actitud de recogimiento podía sentir cómo oraba, cómo imploraba ayuda, cómo buscaba fuerzas y cómo se mezclaban en ella, pues sabía que era una mujer, el amor y el dolor, la esperanza, la fe y el miedo.
Como quien busca a un intérprete siguiendo el sonido de su música, fui dejándome guiar y la fuerza de las impresiones me llevaron hasta la capilla de San Venceslao, la más hermosa de la catedral. En el centro se encuentra el sepulcro del santo y en la pared su imagen de caballero coronado con su escudo y su lanza flanqueada por dos ángeles de alas doradas. Vi sus paredes decoradas con frescos sobre la vida de Cristo y cubiertas con grandes piedras semipreciosas engastadas en la pared; ágatas y calcedonias del tamaño de un puño iluminadas por una luz teñida de dorado por el reflejo sobre las pinturas.

Esta era la estancia donde ella debía haber orado muchas veces pues la sensación de su presencia se hizo tan intensa que creí escucharla. Entonces vi en el suelo un delicado pañuelo blanco con una letra bordada: K. Lo tomé y con cuidado acaricié con él mi mejilla:
- Katerina - murmuré.
Supe que ése era su nombre y comprendí también dónde había sentido antes su presencia y su llamada: al otro lado de la puerta del palacio sobre la que Stibor me advirtió que no debía preguntar.
Empezaron a embriagarme las sensaciones que imbuían aquel pañuelo; tristeza y desesperación que se habían quedado impregnadas a pesar de que las lágrimas que las grabaron hubieran desaparecido hacía tiempo. Si quería averiguar más pensé que el momento apropiado era éste, antes de que Hlinka regresara de su cacería.
Me aseguré que Stibor estaba atareado lejos de la misteriosa habitación y me detuve frente a ella con el pañuelo en la mano y el corazón latiendo con fuerza. Apoyé el rostro sobre la madera y aunque no pude oír ningún ruido, supe que Katerina estaba dentro; la sentía otra vez llamándome, esperándome.
Para mi sorpresa la puerta se abrió en cuanto giré el pomo. La débil luz de aquel día entraba iluminando una habitación prácticamente vacía. No había ningún mueble ni adornos en sus desnudos muros de piedra. En un candelabro de pie que había en un rincón hacía tiempo que las velas se habían consumido y en el centro de la sala estaba su único ocupante, una estatua de piedra de una mujer sentada de espaldas a la puerta. Cerré y me acerqué despacio hasta situarme a su lado. Observé su elegante porte y su largo pelo ondulado suelto sobre su espalda. Tenía la frente adornada con una fina diadema y las manos reposaban apoyadas sobre su regazo. Parecía observar con mirada perdida el exterior a través de una ventana. Me coloqué frente a ella y acuclillándome apoyé mi mano sobre las suyas. Entonces a pesar de que nada en la habitación cambió, sentí una fuerte sacudida y oí cómo me hablaba sin palabras.
En un instante se volcó sobre mí una terrible sensación de horror y sufrimiento que me hizo comprender la desesperación de aquel alma encerrada en una prisión de la que la muerte no podía liberarla: consciente pero abandonada a la soledad de sus pensamientos, agotada sin posibilidad de sueño reparador, hambrienta y sedienta sin alimento que pudiera saciarla, inmóvil pero llena de tensión, gritaba sin emitir sonido desde el infierno de su cuerpo convertido en piedra.
Caí de rodillas sujetando mi cabeza sintiendo que iba a estallar:
- "Huye". "Márchate". "Corre" - me gritaba en medio de todos aquellos tormentos.
Desesperado busqué algo para golpearla. Quería romperla y entre lágrimas la golpeé con el candelabro y la empujé tratando de volcarla pero parecía firmemente anclada al suelo y no pude hacerle mella.
- "Huye". "Márchate". "Márchate".
Sin ser capaz de soportarlo ni un segundo más, corrí y corrí a través de pasillos, escaleras y patios en busca de la salida sin pensar que más allá no había nadie, sin pensar que ahí fuera estaba el bosque, sin querer recordar el peligro que percibí al entrar, confiando en que nada podía ser peor que lo que había sentido. Y así atravesé la puerta en la muralla, notando para mi desesperación que de repente quedaba atrapado, como atado en el aire por cientos de cortantes hilos gélidos que me sostenían mientras, atravesado por el dolor, me vi a mí mismo, desde atrás, caminar tambaleándome unos pasos hasta que mi cuerpo cayó desplomado unos metros más allá antes de que todo se desvaneciera.
Cuando abrí los ojos tardé unos segundos en entender que me encontraba tendido en la cama de mi habitación en el palacio. No sabía cuanto tiempo había transcurrido pero estaba muy oscuro. Traté de moverme pero punzadas de dolor por todo el cuerpo me lo impedían y me costaba horrores respirar. Entonces noté que no estaba solo y por el rabillo del ojo vi a Hlinka acercarse a mi lecho. Inclinándose lentamente sobre mí dijo:
- amigo mío, pensé que había ciertas cosas que habías comprendido - a pesar de la dureza de su gesto había cierto tono de satisfacción en sus palabras -. Por esta vez te eximirá la ignorancia, pero espero que entiendas que es una baza que no podrás jugar nunca más. Ahora descansa.
Mientras abandonaba la habitación dejándome totalmente a oscuras, lo único que pude hacer fue hundirme en la más honda de las pesadillas.

martes, 4 de septiembre de 2007

El cazador maldito

"Aquel a quien los dioses quieren destruir,
primero lo vuelven loco."
Eurípides.

Después del gratificante baño y tras vestirme con las elegantes ropas que me proporcionó, seguí a Stibor de nuevo por aquel inquietante pasillo. Esta vez caminamos sin detenernos y llegamos directamente a la estancia donde Hlinka y la cena me esperaban. El chico paró frente a la puerta, abrió una de sus hojas y me hizo un gesto para que entrara.
La sala estaba caldeada por el fuego de una enorme chimenea en la que casi podía entrar un hombre de pie e iluminada además por multitud de candelabros. A través de los altos ventanales podía verse que a estas alturas la lluvia se había convertido en tormenta. El centro estaba ocupado por una recia mesa que, aunque podía albergar al menos una veintena de comensales, se veía preparada sólo para uno. Al fondo, de pie, con una copa de vino en la mano, Hlinka parecía absorto escuchando la música de un cuarteto de cuerda. Busqué con la mirada y aunque no pude ver a nadie, distinguí las débiles sombras que aquellos músicos invisibles proyectaban sobre los muros. Cuando mi anfitrión percibió mi presencia, con un leve movimiento de su mano la música cesó, la luz de las velas aumentó de intensidad e hizo desaparecer las extrañas sombras, a pesar de lo cual el ambiente no dejó de ser un tanto fantasmagórico.
Desde luego el resultado era un perturbador y teatral efecto. La mirada de Hlinka fija sobre mí analizaba sin disimulo cada una de mis reacciones y yo, un tanto a la defensiva, traté de mostrar el menor número de emociones posible. Esperaba que tantas horas de jugar al póquer sirvieran ahora de algo; y sirvieron, pero sólo para que comprendiera que Hlinka tenía muy claro que mi aparente frialdad ante su magia no era más que un miserable farol.
- Adelante muchacho - dijo mientras colocaba su mano sobre el respaldo de la silla que me había asignado -. Permíteme que te acompañe mientras acabas de reponer tus fuerzas y disculpa que yo ya haya cenado.
Me acerqué y él se sentó a mi lado en la silla que presidía la mesa.
- Stibor es un buen cocinero - comentó -, pero si alguna cosa no fuera de tu agrado no debes dudar en decirlo.
- En absoluto - contesté -, todo tiene muy buen aspecto, gracias.
Llegado ese momento mi hambre era tal que no hubiera rechazado ningún alimento, aunque mi comentario fue totalmente sincero; aquello era un banquete de sopa, carne de caza acompañada con patatas y otras verduras, una gran hogaza de pan que olía a gloria y más allá una fuente de plata repleta de uvas.
Entonces Hlinka apuró el vino y dijo:
- ¡Vamos!, llena nuestras copas, mi pequeño Ganimedes - se dirigió a Stibor -. Debemos alentar la locuacidad de nuestro invitado. Parece un tanto tímido.
El chico se acercó a servirnos y observé como Hlinka lo miraba. Si aquel muchacho era su Ganimedes, supuse que reservaba para sí el papel de Zeus en aquel Olimpo sombrío en el que Stibor no sólo permanecía contra su voluntad, como sabía por la pregunta que había hecho al espejo y el temor que mostraba, sino que al igual que el joven troyano, tal vez hubiera llegado aquí secuestrado por el águila a la que ahora debía servir. Y el brillo de los oscuros ojos de Hlinka a la luz de las velas, un tanto vidriosos quizá por el vino, acompañaban a la perfección su sonrisa de depredador cuando desvió su atención hacia mí. Yo sonreí y aguanté su mirada dispuesto a no permitir que me hiciera pensar que leía mis pensamientos nunca más.
- ¡Salud! - dijo alzando su copa.
- ¡Salud! - respondí cortés.

Tras la cena nos sentamos cerca del fuego. Stibor llenó nuestras copas y abandonó la sala. Sólo entonces me pidió Hlinka que comenzara el relato de mi viaje.
No le conté con detalle qué andaba buscando, sólo que seguía el mensaje que recibí en un sueño. Y en cuanto al camino que había seguido hasta aquí, comencé hablándole directamente del bosque y de la noche anterior. Narraba con calma para darme tiempo a pensar y no nombrar aquellas cosas que no quería compartir, pero él detectaba fácilmente las omisiones y hacía preguntas muy precisas. Cuando describí mi encuentro con el lobo se acrecentó aún más su interés e hizo multitud de preguntas sobre todo tipo de detalles: dónde lo había visto; cuánto tiempo me siguió; qué había sentido al verlo; por qué pensaba que no me había atacado; dónde se detuvo la persecución; ¿parecía herido? Después narré mi encuentro en el puente con aquella dama siniestra, evitando dar detalles sobre nuestra conversación. Hlinka ya no preguntó nada más hasta que acabé mi explicación contándole que Stibor me había encontrado dormido en una sala del palacio de Valdstejn.
Era difícil saber qué pensaba de todo aquello, pero obviamente la información que le di le resultó interesante. Estuvo muy callado unos minutos, meditando mientras observaba el fuego.
- Eres hábil o afortunado - dijo rompiendo el silencio -. Yo diría afortunado a juzgar por tu narración, pero en todo caso creo que la bestia ha cometido un error al dejarte con vida.
- ¿Un error? - pregunté intrigado.
- El hado te ha traído hasta mí y yo soy quien librará al bosque de esa alimaña sanguinaria - sonaba apasionado y el fuego parecía responder a su efusividad crepitando con fuerza -. Una vez estuvo a punto de matarme y lo habría hecho si yo no hubiera dispuesto de mis artes.
Entonces se levantó decidido y en su rostro se formó la sonrisa más terrible que me había mostrado hasta el momento.
- Acompáñame y te enseñaré el lugar de honor reservado en mi pared para la cabeza de ese monstruo.
Me levanté y le seguí hasta una pequeña puerta lateral. Hlinka tomó un candelabro y comenzó a andar por un pasillo que desembocó en una angosta escalera de caracol. Mientras ascendíamos por aquella torre me dijo:
- Y no te preocupes por el espectro que te atacó en el puente; te quedarás junto a mí y yo te enseñaré a someter a la misma noche.
- No estoy seguro de que su intención fuera atacarme - comenté dubitativo. Recordaba con claridad el temor que me provocaba aquella mujer.
- ¡No seas necio! - contestó tajante -, sólo se rió de ti y si no te mató allí mismo y te robó toda tu esencia fue porque espera reencontrarse contigo más adelante. Mientras habitará tus pesadillas para hacerte suyo - se detuvo en las escaleras y se volvió mirándome a los ojos -. Conmigo aprenderás a liberarte de ella. Pronto ambos podremos caminar por el bosque a nuestro antojo.
Dicho esto prosiguió la marcha hasta que traspasamos una puerta que debía estar en la cima. Podía escuchar la lluvia golpear fuerte contra el techo. Las velas alumbraron una sala circular repleta de todo tipo de armas antiguas y trofeos de caza. Un espectáculo de lo más espeluznante. Pude ver cabezas de ciervos, de jabalíes, de gamos. Habían multitud de aves diferentes, zorros, liebres, serpientes, urnas de cristal repletas de insectos y mariposas y bajo una zona vacía de la pared, un atril con un libro abierto por la preciosa ilustración medieval de un lobo. Hlinka me cedió el candelabro, se acercó al atril y contempló la página atentamente:
- Esa criatura orgullosa cree reírse de mí; yo colgaré su sonrisa en mi muro y me reflejaré victorioso en sus ojos cada día.
Después deambuló largo rato por la estancia totalmente absorto. Se recreaba embelesado en cada línea, pluma o pelaje de cada animal, forma maravillosa que poseía plenamente una vez fija, clavada y despojada de cualquier posibilidad de contradecir su voluntad. Un dios artificial en un anti-edén de artificio, embriagado de belleza capturada y sometida, como la de sus trofeos de caza; como la de Stibor.
Cuando hubo terminado pareció volver en sí, salió de la sala tomando de nuevo el candelabro y yo le seguí en silencio de vuelta a la estancia en la que habíamos cenado.
- Retírate ahora - dijo poniendo su mano sobre mi hombro -. Continuaremos nuestra charla en otro momento.
Me pareció que repentinamente su rostro mostraba un profundo cansancio. Le di las buenas noches, contestó con un leve gesto y volvió a sentarse junto al fuego.
Tras la puerta de la sala Stibor me esperaba. Una vez en mi habitación vi que había traído más ropas, una bonita jarra con agua y una copa.
- Señor, si no me necesitáis más me retiraré - dijo mientras se dirigía a la salida.
- Sí gracias Stibor, descansa.
Pero antes de salir por la puerta paró un momento, se giró, y mirándome a los ojos con una sonrisa cómplice dijo en voz baja:
- Jirí.
- Cierto, buenas noches Jirí - contesté.

 
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