viernes, 27 de abril de 2007

La Señora del Laberinto V. Las aguas eternas


En aquella caverna espectral nos detuvimos sin soltarnos. Un rumor de agua se oía más allá de una abertura inmensa, un umbral imponente que daba paso desde esta primera caverna hasta otra cuyos límites no se divisaban. Nos detuvimos frente a ese umbral y aunque parecía que estábamos solos en aquella inmensidad, sabíamos que de algún modo nos acompañaban multitud de presencias que no podíamos ver. Allí la luz era aún más mortecina y el único sonido era el del fluir del agua.
Frente a nosotros corría un río subterráneo como de densa y brillante agua, tal vez mercurio. Vi como se reflejaba en los preciosos ojos de mil azules distintos de Elyse que ahora se me antojaba parecida a un djinn del viento, y en los de verde vegetación otoñal de Gabrielle que parecía un espíritu del bosque, con el aire de un árbol milenario. Se reconocían en él como aquel que se observa relajadamente en un espejo. Me parecieron entonces pequeñas fuentes a través de las cuales la corriente subterránea mana en la superficie del mundo, y me di cuenta que esa era también mi naturaleza. Somos las fuentes individuales que brotan de la corriente común, y por lo tanto sólo vagamente somos individuos, tanto como lo son las ramas de un árbol. Pero a través de nuestros ojos las aguas mercuriales se observaban a sí mismas, reconociéndose, haciéndose conscientes y dada la familiaridad que sentía en ese lugar sabía que podría descender hasta él desde mí mismo, por una escalera interior cuya entrada comenzaba a vislumbrar.
Fue entonces cuando comenzamos a sentir una poderosa presencia que nos observaba desde todas partes. Su voz no se oyó, pero me pareció que formaba ondas en las aguas eternas. Entendí que me ofrecía la posibilidad de permanecer allí y aprender la Verdad sobre las cosas del mundo. Los tres sentimos a la Señora absolutamente cercana y a la vez como si percibiéramos que se dirigía caminando hacia nosotros. Sus lentas pisadas hacían vibrar todo aquel lugar, perturbando el discurrir de las aguas. Y las ondas que producían sus pasos escondían verdades sin fin. Allí podría aprender a leerlas y el mundo no tendría secretos para mí.
Pero sentí algo difícil de explicar, pues en la calma de aquel lugar y la paz de mi espíritu una inquietud se abría paso. Pensé que si dudaba la diosa caminaría hasta llegar a mí y ya no sería capaz de retornar cuando me mirara a los ojos. Supe que no era capaz de enfrentarme a aquel conocimiento y volver victorioso. Aún no. Comprendí que no poseía la plenitud, pues anhelaba volver a la superficie donde estaba Olympia; mi daena, mi Sofía.
Supe, como si fuera yo mismo quien lo pensaba, que Gabrielle y Elyse también rechazaban la oferta, y al mismo tiempo dejamos sobre la roca a nuestros pies las ofrendas de miel que habíamos traído.
Volvimos a cogernos de las manos y giré sobre mí mismo para tomar el camino de vuelta que de nuevo se abría bajo mis pies. Y así caminamos y caminamos juntos hasta que la luz volvió a manar de la fuente del sol que ya se estaba poniendo, y pudimos divisar de nuevo el cielo desde el patio del palacio.

Habíamos vuelto. Me giré, vi a las dos sonreír y nos abrazamos. Entonces nos dimos cuenta que no habíamos salido cogidos de las manos, sino asidos a una cuerda brillante. Las primeras palabras que brotaron de mi boca al ver aquello fueron: - ¡Lo sabía! - al comprobar que lo que portábamos era un trozo de unos tres metros de largo igual al cable de nuestra torre. Aquí estaba el origen de ese increíble artefacto, de ese pequeño avatar con el que podríamos consagrar otro lugar (al igual que nuestra torre), cuando fuéramos lo suficientemente sabios como para decidir dónde y cuándo hacerlo.
Elyse preguntó mientras lo acercaba a sus ojos para observarlo mejor:
- ¿Qué es exactamente esta cosa?
Yo le contesté:
- Esta "cosa" simplemente ES.
Ella se rió de mí con una carcajada:
- ya tío - me miró ahora con su pícara mirada de costumbre -, ya veo de qué vas, flipado-. Sin duda mi Elyse de siempre.
Pero en Gabrielle había algo diferente. Sus ojos eran brillantes, dulces y expresivos como los de una niña alegre. Había desaparecido esa mirada antinatural que producía una terrible inquietud. Cuando yo la conocí, acababa de volver de un lugar terrible que había marcado su vida y comprometido el destino de su espíritu a través de una maldición, pero parecía que el camino que decidí tomar la había liberado finalmente. Me quedé contemplándola plácidamente, viendo como miraba el cable, como respiraba profundamente. Sonreí porque me pareció que todavía no se había dado cuenta y quería observar su reacción cuando lo hiciera. Entonces me miró a los ojos y también sonrió. Había comprendido. Se acercó a mí y me dio un abrazo que me levantó del suelo.
Cuando me soltó fue el momento en que volví a reparar en la caracola que llevaba en la mano. Para mi sorpresa noté que ya no estaba hueca, sino que el animal se encontraba escondido en su interior. ¡Estaba viva!
Se la mostré a las chicas y les pregunté divertido:
- ¿Esto puede considerarse haberla hilvanado?

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