viernes, 27 de abril de 2007
La Señora del laberinto IV. La danza de la espiral
Antes de que saliera el sol los tres nos habíamos colado a hurtadillas en el recinto de las ruinas de Cnosos. Atravesamos su incitante puerta de los leones y penetramos en el palacio en silencio absoluto. Seguíamos un pequeño plano que había conseguido Elyse con la intención de contemplar la sala del trono y después salir al patio, centro de la construcción, lugar donde se nos antojaba más probable poder encontrar la representación del laberinto que Dédalo construyó para que Ariadna danzara.
Algunas partes del palacio han sido reconstruidas y los frescos restaurados: pudimos ver jóvenes saltando por encima de un toro, delfines nadando, y en la sala del trono de Minos, unos grifos vigilantes sobre un fondo granate oscuro. Una vez alcanzamos dicha sala llegó el momento de mirar al Otro lado y ver si en él se conservaba aún la maravilla que habíamos venido a buscar, pero en aquel lugar no fue necesario utilizar ningún artificio; todo se hizo más real e intenso y los grifos ya no eran inertes figuras sobre el muro, sino criaturas esbeltas que caminaban hacia nosotros. Tenían brillantes plumas doradas en la cabeza y ojos penetrantes de esmeralda intenso. Sentí que no había posibilidad de esconder nada a sus atentas miradas y por suerte para nosotros no teníamos nada que esconder. Huir no habría tenido sentido; como guardianes que son necesitábamos su permiso y permanecimos quietos mientras nos rodeaban y sentíamos su inquisitivo aliento resoplar en nuestra nuca. Entonces salieron lentamente de la sala y les seguimos hasta el patio. Y allí sobre el suelo, brillante bajo los primeros rayos del sol, se encontraba un gran laberinto formado por baldosas de piedra de diferentes colores. Sorprendidos vimos como éstas no dibujaban un camino estático, sino que sus meandros reptaban y cambiaban ante nuestros ojos como si se tratara de un ser vivo.
Los grifos se postraron a ambos lados del umbral de salida y nosotros avanzamos bajando unos escalones hasta quedar enfrente de la entrada de la espiral.
Decidido me volví hacia Gabrielle y Elyse y les recordé todo lo que le había dicho a Angelo que esperaba encontrar allí: la importancia de la danza, la comunión con las transformaciones del mundo y aun así el sentimiento de permanencia del Ser. Les dije que debíamos recordar que la danza no debía ser algo rígido que siguiera un orden de pasos, de hecho ni siquiera conocíamos los pasos de esa danza. Les propuse que nos dejáramos arrebatar, que las danzas sagradas buscan desórdenes, oposiciones y manifestaciones espontáneas y que debíamos abandonarnos a las pulsiones divinas. Para ello habíamos traído el jugo del Soma. La clave era la conexión mediante la embriaguez sagrada, la espontaneidad. Ser uno con las trasformaciones del mundo debía ser dejar que el mundo bailara a través de ti.
Asintieron y me dijeron:
- Tú primero.
Entonces bebimos el vino por turnos y sentí todos mis sentidos y mis fuerzas despertar como jamás creí que pudieran hacerlo. Cuando ellas bebieron supe que sentían lo mismo y su presencia se hizo increíblemente hermosa. Ellas lo son pero ahora irradiaban fuerza y belleza de un modo especial.
Con mi mano derecha sostuve la caracola de Angelo. Decidí dejarme llevar como la hormiga de la historia de Dédalo; ella únicamente se había dedicado a seguir el camino. A mi mano izquierda se sujetó Gabrielle y a ella lo hizo Elyse.
Y así comencé mis pasos en la espiral del laberinto. Con la mente clara, despejada. No sentía ningún temor y todos mis pensamientos se iban apagando mientras mis pasos se sucedían. Aquello era un paisaje exterior, pero sentí que el camino estaba en mi interior.
Extasiado, comprendo que yo he caminado esto antes y ¿cómo no iba a ser así? pues no soy sólo yo, soy el mundo y mi movimiento genera sus transformaciones. Siempre lo he sido, no Pola sino YO, y me dejo llevar por la espontaneidad absoluta; porque el camino que yo tomo es, se hace natural, posible. Y no sólo posible, sino espontáneo, probable, favorable.
Escucho a Gabrielle cantar al sol y la luna con una melodía que armoniza perfectamente con nuestros pasos y decido que nuestro camino al centro nos llevará por el sendero de la bendición, para apartar de ella el oscuro destino, la maldición que pesa sobre su espíritu.
Y así, ligeros, danzando y cantando descendimos, descendimos hasta que dejamos de sentir que la luz venía del sol, sino que se volvió plateada, mortecina y parecía provenir de todas partes y ninguna.
Habíamos llegado al centro, al inframundo, a la morada de la Señora del Laberinto.
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