miércoles, 24 de octubre de 2007

El mejor verso de Virgilio

El día que Hlinka decidió mostrarme la cripta en la que practicaba sus artes, yo casi me encontraba físicamente restablecido. Stibor había estado ocupándose de mí, asistiéndome atento con sus cuidados y alimentos después de las torturas y vejaciones a las que yo lo sometía en mis pesadillas. Nunca le hablé de ellas. Cada vez eran más atroces y descabelladas, llevándome más y más lejos, tanto, que era creciente el temor que sentía de no poder volver a ser yo mismo cuando despertara. ¿Quién sabe cuánto tiempo más podría resistirlo? Sucumbir parecía tentador, sencillo, pero sabía que acabaría totalmente perdido y desquiciado, convertido en esclavo de aquel espectro. Aquí y ahora era un prisionero, pero no un esclavo, y me aferraba a ese pensamiento que erigí como mi máxima y mi esperanza, la única a la que ya me podía aferrar: no ceder. No entregarles mi voluntad.
En cuanto pude volver a caminar, Hlinka comenzó a pasear conmigo a diario. Charlaba de esta y aquella maravilla, explicándome lo grande y revelador que era todo lo que me iba a enseñar. Me trataba como a un discípulo que, siguiendo la estela de la fama de un gran maestro, hubiera llegado a este lugar suplicando ser instruido. Y él en su gran generosidad y sabiduría había aceptado iniciarme en los más profundos secretos del cosmos. Yo le escuchaba sorprendido de lo lejos que llegaba su cinismo, su locura o ambas cosas, pero decidí prestar total atención a lo que me revelaba. No se podía negar que era poderoso y poseía gran cantidad de conocimientos.
- Permanecerás conmigo y te enseñaré a verlo todo - era una frase que solía pronunciar en nuestros encuentros.
Decía por ejemplo, haber adquirido el don de la profecía de la mismísima princesa Libuse, la legendaria fundadora de la ciudad. Se cuenta que Libuse y su esposo Premysl subieron junto a su séquito a lo más alto del castillo que gobernaban sobre la colina de Vysehrad, en la otra orilla del Moldava. En ese momento se ponía el sol y ella observó extasiada el paisaje asombroso que se abría a sus pies. El río y el bosque teñidos de dorado componían una visión que la llevó más allá del tiempo. Entonces sentenció:
"Veo un gran castillo cuya gloria llegará a las estrellas. Oculto en lo profundo del bosque su emplazamiento está flanqueado al norte por el valle del arroyo Brusnice y al sur por una poderosa colina. El Moldava traza un camino a sus pies. Es el lugar donde debéis ir. En el bosque encontraréis un hombre tallando el umbral de su casa. Allí edificaréis un castillo que se llamará Praga según el nombre escrito en el dintel; y como todo señor baja la cabeza para traspasar el umbral de su morada, así los más grandes del mundo la bajarán ante este castillo".
- Este lugar es el umbral de los umbrales, Frantisek - comentaba con el ímpetu que lo embargaba cuando se dejaba llevar por el apasionamiento -. Pronto te mostraré sus entrañas y aprenderás el arte con el que atar para siempre al inmundo súcubo que te perturba. Mis murallas impiden que entre aquí por su propio pie, pero no cubren la puerta a su reino que llevas contigo.
Y con un odioso tono paternalista y protector, me cogía por los hombros para terminar diciendo:
- estoy orgulloso de como estás llevando tu lucha. Aguanta un poco más, ya estás casi listo.
Sin duda sacaba provecho del estado de debilidad mental en el que me mantenían las pesadillas, tratando de valorar en qué momento estaría lo suficientemente desesperado como para arrojarme a sus pies.
En ocasiones me acercaba a la torre Daliborká a escuchar el violín del caballero de Kozojedy. Él se había convertido en ejemplo paradigmático de cómo la necesidad agudiza el ingenio y yo necesitaba inspiración. Oyéndole recordaba que al llegar su música me había parecido lo más melancólico del mundo, pero ahora expresaba con precisión mis propios sentimientos. Así de tenebroso y desesperanzado me encontraba el momento en que Hlinka decidió comenzar mi instrucción; la tarde que llevó mi desesperanza todavía más lejos.
Penetramos juntos en la catedral y a través de una trampilla oculta en el suelo descendimos por una larga y angosta escalera. Intenté estimar a qué profundidad nos adentrábamos, pero el lugar me dejó desconcertado. La roca parecía estar viva y al tocarla podía notar una energía que hacía vibrar el lugar de forma tan patente que me pareció escuchar que emitía un grave y sobrecogedor zumbido. Me estremecí al sentir que su tono entraba en resonancia conmigo, propagando la vibración a cada parte de mi ser.
- Veo que sientes la fuerza que alberga este lugar - comentó Hlinka deteniéndose al fin frente a una puerta -. Pocos conocen su existencia y son aún menos los que pueden utilizarla para sus propósitos. Adelante.
Abrió y le seguí al interior de una amplia estancia circular excavada en la roca. Cuando Hlinka prendió varias lámparas de aceite pude apreciar el detalle con el que había sido elaborada. Se habían esculpido en ella columnas que sostenían arcos que enmarcaban otras puertas distribuidas regularmente por toda la pared. El techo tenía forma de bóveda en la cual unas nervaduras ornamentales confluían en un centro donde formaban el dibujo de una estrella. Bajo aquel cénit, en el suelo de roca, había grabado un emblema también circular en el que podía verse la figura de una serpiente enroscada alrededor de una llave y bajo ella una filacteria en la que estaba escrita la frase:
"Discite justitiam, moniti, et non temnere divos"

En aquel momento no entendí por completo su significado, pero más adelante averigüé que se trata de un verso del libro VI de la Eneida de Virgilio. En ese pasaje Flegias, rey de los lapitas, cumple castigo en los infiernos por haber incendiado el templo de Apolo en Delfos. Y es por eso que dice: "Aprended la justicia, oh vosotros advertidos, y a no despreciar a los dioses".
Sobre este verso existe una anécdota interesante. Cuenta la tradición que un sabio sacerdote que se encontraba atendiendo a una endemoniada, aprovechó para preguntarle al diablo cuál era el mejor verso de Virgilio; y este verso fue su respuesta.

Hlinka había convertido aquel lugar en su cámara privada de estudio. Estaba repleta de libros y de multitud de objetos extraños y prodigiosos, todo inmerso en el clásico caos en el que el dueño del lugar ha establecido un orden que sólo él conoce. Caminamos entre aquellos tesoros hasta el otro extremo de la estancia y allí nos detuvimos frente a una estantería llena de estatuillas. Todas tenían aspecto muy antiguo; las había con forma de animales, la gran mayoría fantásticos y otras con forma humana entre las que reconocí algunas que representaban figuras de dioses.
- Es el momento amigo mío - dijo Hlinka rompiendo el silencio -. Elige aquella que consideres apropiada; en ella obligarás a morar a partir de ahora al espectro que te atormenta. Jamás podrá volver a dominar tus sueños - y con un tono más pausado y grave añadió - Esta noche no dormirás y hasta el crepúsculo de mañana te prepararás para llevar a cabo el hechizo.
Señalando de nuevo los estantes mientras se apartaba a un lado repitió:
- adelante Frantisek, escoge.
Observé con atención las figuras y pronto mis ojos se detuvieron sobre una de ellas. Apenas medía un palmo de alta y tenía aspecto clásico; representaba a una mujer alada con una rama en una mano y una pequeña rueda en la otra. Con uno de sus pies aplastaba a un hombre que era diminuto a su lado. Al comprender mi elección Hlinka confirmó lo que pensaba:
- Némesis - comentó -, interesante decisión. Hija de la Oscuridad y la Noche e instrumento de la cólera divina. De acuerdo, ¡cógela!
Contemplaba enormemente complacido como cada uno de mis movimientos obedecía a sus indicaciones.
- Ahora siéntate y escucha.
Señaló una de las sillas mientras él tomaba con cuidado reverencial un libro que había sobre la mesa. Después se sentó frente a mí y abriendo el libro me mostró un grabado que ocupaba por entero una de sus páginas. Cuando vi qué representaba empecé a comprender el alcance de lo que me pedía. Mientras mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que mis sienes iban a estallar, Hlinka mantenía el libro abierto frente a mí. Recuerdo como sonrió levemente en silencio cuando las lágrimas que no pude reprimir comenzaron a rodar por mi cara.
- No existe más opción - sentenció con su pausada voz hipnótica -. No hay otra opción.


sábado, 6 de octubre de 2007

El monstruo

"Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento".
Fausto de Johann W. Von Goethe

Recuerdo la ira. Como la sensación agónica de mi postrada frustración se convertía en una gran fuerza; el calor y la vida volvían a mis miembros calentados literalmente por los ríos de fuego en que se convertían mis venas. El terror que había sentido en presencia de la desdichada Katerina y la desesperación ante mi impotencia frente a Hlinka, eran el combustible de una profunda rabia que, dotada de voluntad propia, se hería a sí misma inflamándose al mostrarme como había fracasado otras veces a través de los recuerdos más terribles. Susurraba que volvería a ocurrir y que esta vez sería definitivo cuando Hlinka devorara todo rastro de mi pequeña y patética voluntad, esa que no previó ni evitó las muertes de Roman y Aneta y que después no fue siquiera capaz de ejecutar a los culpables.
Recuerdo como esa fuerza hizo que me levantara con la sensación de haber roto unas pesadas cadenas y sobre aquella cama se quedaban, como si fuera una serpiente que muda la piel, partes de mí que ya no quería recobrar. Esa noche se abría a mis pies el pozo del que surgen las aguas que otorgan el poder de la acción más cruda, envenenando todo raciocinio, justificación y límite. Bajo su embriaguez febril todo era absurdo, débil y quebradizo y sólo merecía el más profundo desprecio.
Recuerdo como mi mano asía con fuerza un objeto contundente -¡cómo había deseado poseer mis propias garras!-, y recorría el palacio sintiéndome audaz, temerario e invencible en busca de Hlinka. Al alcanzar el salón lo encontré de pie, esperándome, firme pero confuso y asustado. Y ese temor hizo que vacilara un instante -error fatal- incrédulo ante lo que estaba viendo. Trató de alzar su mano, pero jamás le permitiría ejercer su poder sobre mí. Nadie lo haría. Ya no. Y con la velocidad de una bestia poseída me abalancé sobre él, golpeando y golpeando, sintiendo como se quebraban sus huesos -aquel sonido-, el olor de su sangre que embotaba mi garganta, la náusea y esa sensación terrible, indescriptible, una y otra vez, hasta que se convirtió en un despojo inerte, destrozado e irreconocible.
Recuerdo que no se agotó ni el odio ni la ira y queriendo destruir todo vestigio suyo, arrojé su cuerpo moribundo al interior de aquella enorme chimenea cuyo fuego tanto le agradaba contemplar.
El hedor a carne quemada hizo que me girara asqueado y vi entonces que Stibor observaba muy quieto desde la puerta. Tratando de comprender miraba asustado con los ojos muy abiertos. Tan frágil, tan delicado. Con su aspecto casi femenino respiraba entrecortadamente cuando puse mi mano sobre su hombro. Pero algo en su dulzura, su indefensión y su miedo me irritaba profundamente. Pensé que quería aniquilar su inocencia -ya nadie tenía derecho a ella-, y tras darle un abrazo al que se aferró con fuerza, lo arrojé al suelo y lo asfixié.
Recuerdo que aún era de noche cuando crucé las murallas del castillo que jamás podrían volver a detenerme. Asomándome a la oscuridad observé las siluetas de los árboles bajo la luz de la luna y sentí como se mecían suavemente al ritmo de mi pulso. Éste sería ahora la única ley e imaginaba que todo, junto a las vidas de aquellos que moraban allí, me pertenecía: ¿cómo dispondría de ellas?
- Y dime Pola - dijo la mujer del puente susurrándome al oído mientras se abrazaba a mi espalda -, ¿a qué monstruo podrías temer? ¿Qué miedo podrá habitar en ti ahora que comprendes que puedes ser el más terrible?
Entonces todo se desdibujó en la niebla.

Todavía me estremezco al recordar cómo seguía sintiendo su abrazo cuando despertaba y cómo emergía exhausto del agujero que ella excavaba para mí cada noche; el pozo en el que, impaciente, me aguardaba.
 
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