martes, 9 de marzo de 2010

Xavier y la Serpiente I. Madeleine

“Por la noche, sueña con una criatura hermosa y peligrosa: doncella y serpiente al mismo tiempo –de cabello largo. La criatura piensa en la destrucción de su entorno. Entonces, en una operación cuidadosa, la despojan de todo aquello con lo que podría provocar daños. Le quitan el cerebro, el corazón, la sangre y la lengua. Pero, ante todo, le quitan los ojos y se olvidan de quitarle el cabello. Es una equivocación, porque ahora la criatura –ciega, exangüe y muda- adquiere una fuerza tal que los que habitan su entorno sólo pueden salvarse con la huida. ¿Qué puede significar esto?”
Unica Zürn, El hombre jazmín


Xavier es un gran pianista, y sin embargo no es éste el más fabuloso de sus dones. Dicen que semejante sensibilidad al piano –como la de un médium que trajera la música desde su fuente- la heredó de su madre, Madeleine Vartan, a quien aquellos que conocieron en vida, al hablar sobre ella, parecen referirise no sólo a una persona sino también a un paisaje onírico, una visión atípica, una musa o un mar en calma. De esta paz carece Xavier -pronto a la alegría desbordante o a caer en el pozo de la desesperación-, pero es alguien que sabes del mejor acero que todavía está por templar.

Si Madeleine se antojaba casi un ser mítico para algunos que la conocieron (incluido Angelo, que en ciertas notas de su diario habla de un tiempo maravilloso en que ella residió en la Torre, o bien la nombra en la dedicatoria de varias de sus composiciones inspiradas por ella), tanto más tenía que serlo para Xavier, quien la perdió terriblemente pronto.

Cuando él tenía diez años y su hermana tan sólo ocho, Madeleine se despidió de ambos, ya muy débil, desde su cama en el señorial caserón campestre donde se retiró al abandonar París y casarse con un compositor español. Pero, ¿quién puede aceptar que no volverá a ver a quién más quiere, a alguien que más que una persona es todo el mundo que has conocido? No Xavier, para quien aquello era un error en el que tal vez había caído su padre, obnubilado por la pena, pero no él, quien sintió sobre sus hombros el peso de la responsabilidad de reencontrarla, pues tal vez sólo estaba perdida en el bosque y había que ayudarle a volver a casa.

La buscaba de día junto al río, al atardecer cerca de la alameda que bordea el camino que conduce a la casa y, ya de noche, en aquel rincón del jardín que a su madre tanto le gustaba, allí donde las enredaderas cubrían los hierros del umbráculo y Xavier, al estar junto a ella en los días de verano, se sentía sumergido en un palacio fabuloso bajo el océano.

Al fin fue en ese lugar donde la encontró. La primera vez fue apenas un atisbo, un susurro y una sombra pero, ¡era tal su alegría sabiéndose en lo cierto!: ¿cómo podría haberse marchado? ¿Cómo así? ¿Sin él? ¿Sin la pequeña Silvia? Y comenzó a frecuentar en la madrugada aquel rincón, primero en solitario, después con su hermana, quien también podía verla y a quien arrebataba hasta el desbordamiento la emoción. Y cuanto más reía y lloraba a un tiempo la pequeña más se acercaba el rostro de Madeleine que ahora podía alargar sus blancos brazos y tocarlos, besarlos. Y con aquel contacto Xavier se sintió como en medio de un vendaval en el que a duras penas se mantuvo de pie y cuyo aire atravesaba incluso su cuerpo. Y al fin comprendió. Pero Silvia después de aquella noche pasó días sumida en un sueño febril y fue entonces cuando comenzó a hablar de cosas extrañas que ni siquiera Xavier entendía, a llorar repentinamente, a escapar hasta el jardín sin él en la madrugada.
Una de aquellas noches, cuando Xavier se despertó alarmado y se acercó allí para buscarla, oyó la voz de su hermana como muy lejos y la luz de la luna delató a aquella criatura espantosa, la mujer que se hacía pasar por su madre: ¿qué era aquello? ¿Por qué mirar a sus ojos le daba vértigo? Tomó con fuerza a Silvia de la mano y corrió y corrió despavorido hacia la casa y la abrazó muy fuerte pidiéndole perdón, asustado de aquella cosa y de sí mismo. Y Silvia le perdonó, pero Xavier, quince años después, todavía no se ha perdonado a sí mismo.

Las visitas de la dama escalofriante cesaron pero, una noche, Xavier soñó con un incendio y se despertó rodeado por las llamas. Después de lo sucedido su padre vendió la casa y se marcharon a vivir a la ciudad, pero Xavier sabía que todo aquello viajaba con él y se sentía un monstruo peligroso. Y nunca lo habló con nadie. Él era como un pozo que tenía que ser anegado pero, ¿anegado cómo?, ¿con qué? Jamás se sintió capaz de apartarse de todo lo que lo apasionaba. Y tras años de miedo y dudas decidió tratar de comprender. Volvió a París, a la casa que fue de su madre, con el convencimiento que otorga la intuición de saber que allí encontraría las respuestas.
Y estaba en lo cierto, pues la más terrible de ellas le estaba aguardando en la estación nada más bajó del tren.
 
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