martes, 25 de diciembre de 2007

Eterno retorno

.
Este es el camino del sol durante el solsticio de invierno en el hemisferio norte. La foto es de la web de la NASA y está tomada junto al mar Tirreno.

Cuando el fotógrafo eligió situarse en esta perspectiva consiguió capturar el camino del sol como un arco sobre un árbol solitario. Comprendió que al superponer las imágenes de la estrella a lo largo del día obtendría un imagen de una fuerza y belleza singular. Es seguro que compuso previamente esa imagen en su mente consciente de su potencia, intuyendo que componía un símbolo, una ventana a la aprehensión de algo eterno situado más allá. En esta imagen no sólo captó el ciclo de un día que marca el ciclo de un año; me pregunto si pudo ver hasta qué punto fue capaz de captar la eternidad.
Explica René Guénon en su libro "El simbolismo de la cruz", que la imagen del sol en diferentes tradiciones está íntimamente ligada a la del árbol ya que el sol es visto como el fruto del "Árbol del Mundo"; este fruto abandona su árbol al comienzo del ciclo y al final va a reposar de nuevo sobre él.
En la tradición hindú se dice que los doce Adityas, las doce formas del sol, aparecen simultáneamente al final del ciclo, momento en que el árbol del mundo posee doce frutos. Son los dioses solares hijos de Aditi, diosa madre primigenia, fuente de la que todo parte y a la cual todo debe retornar. En ese instante eterno, las diferentes formas se reintegran en la unidad esencial de su naturaleza común, pues no son más que manifestaciones, diferentes estados de una esencia única e indivisible.
El fin y el inicio del ciclo se corresponden con la reintegración de todas las cosas a su estado primordial; queda superada la dualidad en la unidad y es así recuperado el sentido de la eternidad.

Ese día el fotógrafo captó el Edén a orillas del mar Tirreno.

viernes, 14 de diciembre de 2007

Imaginatio Vera

"Si hay un rasgo revelador de la posición del hombre en el cosmos es la nostalgia por las formas trascendentes."
Mircea Eliade.

En la raíz misma del pensamiento griego y de la filosofía hermética y por influencia de éstos en las tradiciones místicas de judaísmo, cristianismo e islam, se encuentra una doctrina que influyó profundamente en la cultura occidental. Tuvo un importante papel en las teorías que pretendían explicar tanto los procesos de conocimiento del mundo sensible como las posibilidades del ser humano de adentrarse en el verdadero conocimiento: aquel que supone el acercamiento al mundo inteligible (el arquetipo eterno, estable y preexistente de todo lo que existe, la realidad de las Formas y las Ideas o el mundo supraceleste de la divinidad). El concepto que condicionó estas teorías fue la creencia de que existe una homología entre el macrocosmos que es el universo y el microcosmos que es el hombre. El ser humano, que se entiende compuesto de cuerpo y alma, reúne los dos mundos: su cuerpo forma parte del mundo sensible material y su alma, según la doctrina platónica y hermética, lleva impreso en sí el compendio del mundo inteligible.
Para Aristóteles (384-322 a.C.) y Zenón de Citio (333-264 a.C.) fundador del estoicismo, una teoría de cómo el ser humano es capaz de conocer el mundo sensible debía explicar cómo pueden ponerse en comunicación cuerpo y alma para que aquello que captan nuestros sentidos se traduzca en una forma que pueda ser entendida por el intelecto. Propusieron la existencia de una facultad "traductora" capaz de producir "fantasmas comprensibles", es decir, de elaborar imágenes a partir de la información sensible, pues según proponía Aristóteles, el alma jamás intelige sin el concurso de una imagen. Este órgano traductor era para él la envoltura sutil del alma, compuesta de la misma sustancia (el pneuma o espíritu) del que estaban hechas las estrellas: tan sutil que se acerca a la realidad inmaterial del alma pero capaz a su vez de entrar en contacto directo con la realidad sensible. Los estoicos sin embargo pensaban que el pneuma era la propia alma en sí. En cualquier caso, ambos proponían que es la facultad hacedora de imágenes del alma la que lleva a cabo el proceso; la imaginación se convierte así en intermediaria entre percepción y pensamiento, sirviendo de enlace entre el mundo exterior y el interior.
Mientras que Aristóteles consideraba que todo conocimiento derivaba de las impresiones sensoriales, Platón (427-347 a.C.) afirmaba que el alma contiene las huellas de las Ideas del mundo inteligible, las entidades abstractas que constituyen el sustrato de la realidad. De esta forma, el conocimiento verdadero se realizaba por comparación, es decir, el objeto se comprende porque la impronta de su impresión se adecua a la forma de la realidad superior, o dicho de otro modo, el objeto es reconocido por el alma. Dado que el mundo inteligible posee las formas de todo lo que existe en el mundo sensible, el alma humana tiene nada menos que los moldes eternos de los que deriva la manifestación del mundo, es decir, contiene en sí el modelo mismo de la creación.
Estas ideas también se encontraban en los textos del Corpus Hermeticum donde la mente del hombre se considera reflexión directa de la divina y cuando el alma se encarna en un cuerpo puede recobrar su naturaleza superior a través de la experiencia religiosa hermética. Dice en el Asclepio:
"Oh Asclepio, qué gran milagro es el hombre, ser digno de reverencia y honor. Pues pasa a la naturaleza de un dios como si el mismo fuera un dios; es familiar a la raza de los demonios, sabedor de que ha salido del mismo origen, desprecia aquella parte de su naturaleza que sólo es humana, pues ha puesto su confianza en la divinidad de la otra parte."
Para los neoplatónicos (movimiento filosófico iniciado en Alejandría en el siglo III d.C.), esta idea estaba contenida en su concepción filosófico-religiosa. Según su creencia, a partir del Uno o realidad suprema surgía como primera emanación el Logos o Inteligencia, que contiene las ideas de todo lo que existe (mundo inteligible), del cual emana a su vez el Alma, base misma de la realidad, principio del movimiento y de la materia. Esta Psyché tou Kosmou o Alma del Mundo es inmanente al universo sensible y se manifiesta en todo, incluida el alma de cada ser humano. Es pues tanto colectiva como individual, tanto un macrocosmos como un microcosmos.

El ser humano es tratado por todas estas filosofías como una criatura de posición privilegiada, compendio en sí mismo de todos los niveles del cosmos, desde el Uno o Dios hasta la materia, y aquello que conecta al hombre a todos los escalones del ser es su alma. Debido a que participa tanto del mundo inteligible (cuyas formas tiene impresas) como del mundo sensible (al cual es inmanente), el alma es llamada copula mundi o nodus mundi, y se hablaba de ella como un espejo de doble cara capaz de reflejar en su superficie tanto el mundo sensible como el mundo superior. El ser humano posee así en su interior dos "órganos de la vista" orientados hacia ambos mundos.

Marsilio Ficino (1433-1499) entró en contacto con estas ideas y las propagó con gran intensidad en el Renacimiento al traducir al latín el Corpus Hermeticum y las obras de Platón y de Plotino. Consideraba que este ojo vuelto hacia el mundo inteligible, el oculus spiritualis, realizaba la operación simétrica a la del conocimiento sensible. Proponía que era posible a través de una elevación intelectual gradual la formación de una consciencia interior capaz de percibir revelaciones del mundo inteligible en forma de imágenes. Así, a través del uso de jeroglíficos, emblemas, talismanes, música o poesía, se exaltaba y se dirigía la imaginación para hacerla capaz de recibir las influencias celestiales y las revelaciones del mundo superior. El microcosmos que es el alma podía reflejar el divino macrocosmos y captar su significado, siendo posible aprehender y entender el macrocosmos por el poder de la Imaginación, la más elevada potencia en el hombre. Pero no se refiere esta imaginación a aquella con la que fantaseamos realidades imaginarias, sino a la Imaginatio Vera. Llamada por los alquimistas Astrum in homine, es un órgano o facultad de verdadero conocimiento o mejor podríamos decir de conocimiento verdadero.
Y es esta estrella en el hombre o espejo del cosmos aquello que debe cultivarse, bruñirse y exaltarse y de cuya mano viajan hacia su meta místicos, poetas, magos, cabalistas y alquimistas.

El mago era alguien que habiendo tomado conciencia de sus posibilidades, entendía la forma en que se relacionan las partes de arriba (macrocosmos) y de abajo (microcosmos), de forma que era capaz de manipular las imágenes a nivel de su propia alma pudiendo actuar a través de ella. La meta consistía en conseguir cierto dominio para dirigir los poderes divinos del mundo superior y modificar el modo en que actuaban sobre el mundo inferior. Conocer las correspondencias entre los objetos del mundo sensible y el mundo inteligible le permitía hacer uso de cierto tipo de elementos como talismanes (con formas, símbolos y colores apropiados), estatuas, música o conjuros y canalizar así hacia su propio espejo el influjo de potencias divinas (como por ejemplo los planetas). Era una invocación que le proporcionaba el trato con dioses y demonios con el que podía trasformarse a sí mismo o al mundo. La magia permitía pues a los hombres atraer hacia sí la influencia y el poder de las potencias mediante el manejo de los elementos inferiores con los que se correspondían.

Esta capacidad de elaborar imágenes significativas correspondientes con el mundo superior y manipularlas sobre el alma con el fin de reflejar el divino macrocosmos, es lo que otros filósofos de la época trataron de conseguir mediante el uso del antiguo Arte de la Memoria. Su invención se atribuye a Simónides de Ceos (556-468 a.C.) y a lo largo de las épocas ha sido cultivado irregularmente pasando de ser una ayuda para la oratoria a todo un camino para comprender el significado de la creación y avanzar hacia la meta de la contemplación del Uno.
El Arte de la Memoria se basa en la selección de imágenes de gran poder evocador, como estatuas o escenas mitológicas, distribuidas ordenadamente en paisajes especiales o edificios de arquitectura singular. Al asociarse y tener relación con aquello que se quiere memorizar permitía, por ejemplo, que se recordaran los argumentos de un discurso o las palabras de un texto, mientras el orador caminaba por el paisaje que había diseñado en su imaginación. Su mayor exponente en el Renacimiento fue Giordano Bruno (1549-1600), quien se basó en el principio hermético de la reflexión del universo en la mente como experiencia que permite ascender hacia el Uno, para aplicar el Arte con un profundo sentido mágico-religioso. El objetivo de su sistema de la memoria era elaborar en la psique una imagen completa del plano astral, pues igual que para Ficino, las imágenes de las estrellas eran las intermediarias entre el mundo supraceleste y el elemental (él las denominaba umbris idearum, las sombras de las Ideas). Utilizó las imágenes talismánicas de las estrellas propuestas por Cornelio Agrippa (1486-1535) en su obra "De occulta philosophia", y las colocó en un sistema de ruedas concéntricas giratorias heredero del Ars brevis de Ramón Llull (1232-1315). Este sistema le permitía elaborar un modelo que reproducía en su mente el cielo entero, sus movimientos y sus influencias astrológicas. Unificaba en su memoria el plano astral, escala por la que la Luz del Uno desciende y se difunde hacia todo y por lo tanto la misma por la que el místico puede ascender.
En cierto sentido era un camino similar al utilizado por los místicos judíos a través de la Cábala, tradición originada en España y el sur de Francia a principios del siglo XIII. La Cábala pretende describir el proceso por el cual a partir de un Dios oculto sin cualidades ni atributos (En-Sof) se manifiesta el mundo en una serie de etapas a través de las cuales las sephira (los nombres creadores que Dios se dio a sí mismo), se despliegan generando la creación, aspecto externo de la acción de Dios operando sobre sí mismo. La Shekináh es la presencia e inmanencia de Dios en nuestro mundo manifestado, y se encuentra en todo, incluyendo cada uno de nosotros. Es pues de nuevo una visión del Alma del Mundo. Aquel que comprendía estos procesos descritos en el significado oculto de la Torah, y con ellos la arquitectura del cosmos, es decir, aquel que conocía la senda por la cual la creación se desplegaba desde arriba hacia abajo, podía conocer el camino para remontar el proceso espiritual que lo devolvía a la unidad original, armonía perdida tras la Caída y simbolizada por la unión sagrada de Dios y su Shekináh.

El corpus de la Cábala surgió de la tradición (muchas veces oral) de maestro a discípulo, pero otras veces se enriquecía por "inspiración divina". Ésta se producía mediante revelaciones nuevas a través de éxtasis y sueños visionarios, experiencias para las cuales también era fundamental el ojo espiritual que supone la imaginación activa.
Igualmente fundamental era para las experiencias visionarias de los místicos del Islam, en las que se producía un despertar cuando se anulan las facultades de la percepción sensible ante las primeras luces de la visión extática. A partir de dicho momento los objetos no son puramente físicos, sino que también revelan acontecimientos del alma, es decir, pasan a poseer un profundo significado de forma que el místico ha transfigurado la Tierra a través de su meditación, paso previo a la ascensión hacia la Luz de luces.
Por último, la Imaginatio Vera era la piedra angular de la Alquimia, de modo que permitía al filósofo vivir la obra no sólo como un acontecimiento sobre la materia, sino al mismo tiempo como operaciones llevadas a cabo sobre el alma, permitiéndole avanzar en las diferentes etapas. Su meta era la reunificación de los opuestos, la piedra filosofal llamada Rebis, el ser doble o andrógino hermético. En la piedra toda oposición se anulaba por la unión de lo masculino y lo femenino, lo alto y lo bajo, lo celestial y lo terrenal, lo exterior y lo interior. La obra era pues realizada por y en el ser humano; milagro llamado a reunificar en sí mismo el cosmos en su totalidad.



Fuentes:
-Yeats F. A., "El Arte de la Memoria" (Siruela,2005)
-Culianu I. P., "Eros y magia en el Renacimiento" (Siruela,1999)
-Chevalier J., Gheerbrant A., "Diccionario de símbolos" (Herder,1999)
-Scholem G., "Las grandes tendencias místicas del judaismo" (Siruela,1996)
-Harpur P., "El fuego secreto de los filósofos" (Atalanta,2006)
-Corbin H., "Cuerpo espiritual y Tierra celeste" (Siruela,2006)
-Wikipedia, la enciclopedia libre

sábado, 24 de noviembre de 2007

El orden de los bosques

Mientras retornaba al castillo en la oscuridad de la noche, atravesar las desiertas calles en las que sólo resonaban mis pasos hacía que me sintiera la única fuerza impulsora de aquel lugar. En ausencia de Stibor, su aspecto terriblemente decadente se me hizo insoportable y comprendí hasta qué punto era este un reino extenuado y enfermo sostenido por una frágil tensión al borde del colapso. Ya no era fuerza ni una magia poderosa lo que percibí conforme ascendía por la escalinata de la colina hacia las murallas, sino la precaria existencia de un castillo de arena que amenazaba con desmoronarse y sepultarme para siempre.
¿Qué me esperaba en este lugar? ¿Acaso todo el vasto conocimiento que atesoraba Hlinka encerraba siquiera una sola chispa de sabiduría? Persecución, caza, sometimiento; levantar murallas, atar las fuerzas del mundo; petrificar tu alma, ser aquel a quien todos temen; convertirse en monarca de la nada absoluta, totalmente extraviado, enfermo de orgullo, terrible y solo.
Según me acercaba al palacio real sentía crecer la intensidad de su presencia y podía notar su impaciencia mientras yo caminaba despacio a su encuentro por las calles de aquella fortaleza, el magnífico "umbral de los umbrales" cuya gloria estaba destinada a llegar a las estrellas y que Hlinka había transformado en una miserable prisión.
Cuando alcancé el salón en el que me aguardaba abrí sus puertas decidido, recordando vivamente el rostro y las palabras de Stibor:
"no desesperéis Pola. Tendréis vuestra oportunidad."
Y allí estaba él, de pie junto a la chimenea observándome fijamente. Fingía calma, aunque el reflejo de las llamas danzaba en sus pupilas delatando sus emociones; o había relajado el velo con que las cubría o éste no podía esconderlas ya de mí. Era evidente su satisfacción apenas contenida por haber llevado a cabo la misión que me había encomendado, pero además pude sentir claramente, como si fuera yo quien lo pensara, que creía haber hundido al fin el último clavo sobre mi ataúd y que a partir de ahora sería dueño y señor de mi voluntad. Estaba seguro que los sucesos me habían llevado a tocar fondo, y aunque ciertamente así era, parecía haber olvidado que fue él mismo quien me explicó qué se esconde en lo más profundo: una fuerza que pocos conocen y aún menos saben emplear para sus propósitos. Y tras toda su complacencia podía ver un perverso y desesperado júbilo por tenerme a su lado; ¿qué sería de él completamente solo en este lugar?
- Bien, amigo mío - rompió el tenso silencio mientras esbozaba su malévola sonrisa -. Esta noche has podido comenzar a intuir cuan fuerte es el poder que alcanzarás conmigo, que aunque no exento de sacrificios, no será nada que no puedas manejar junto a mí.
Se acercó a la mesa y mientras servía ceremoniosamente vino en dos copas prosiguió:
- pocos obstáculos quedan ya en nuestro camino. En breve estarás preparado y saldremos en busca del lobo - se detuvo un momento pensativo y exclamó - ¡Pero qué error cometió dejándote llegar hasta mí con vida! ¡Estúpida y confiada criatura! Es evidente que su dominio sobre los bosques ha llegado a su fin.
Y terminando de servir el vino añadió:
- bebamos pues por la próxima cacería Frantisek; tras ella brindaremos con su sangre y nada ni nadie podrá oponérsenos jamás.
Entonces alargó el brazo ofreciéndome una de las copas y comentó sonriendo:
- después puedes ir a descansar; recuerda que esta noche ya no habrá pesadillas.
- Te equivocas - contesté.
Y con todas las fuerzas que pude reunir lancé la estatuilla contra el suelo logrando que se rompiera en pedazos.
Mientras la copa se soltaba de la mano de Hlinka y caía, la fuerza vibrante que había estado encerrada se expandió por la sala en un pulso que apagó todas las velas y la chimenea, trayendo la oscuridad más absoluta. De sus raíces brotó la figura del espectro, gigantesca y terrible, que se adueñó del espacio engulléndolo, arrastrando en su movimiento el viento gélido que la acompañaba y que era capaz de arrebatar hasta el último aliento aniquilándolo todo. Pensé que sucumbirían hasta los muros de piedra que crujían amenazando con ceder mientras corrí hacia la puerta huyendo de ser desgarrado por mi propia ira.
Y corrí y corrí hasta atravesar las murallas que ya no pudieron atraparme, y sin detenerme ni un instante me apresuré más allá de las calles de la ciudad y del puente hasta parar, totalmente exhausto, frente a la negra torre que se alzaba en la otra orilla: la entrada del bosque.
Pensé en girarme y mirar atrás pero al otro lado del umbral, muy cerca de mí, algo me observaba desde las sombras. Entonces me di cuenta que se trataba del lobo; sentado sobre sus patas traseras y muy erguido era realmente majestuoso y aunque casi no podía distinguir su negra silueta perfilada contra la oscuridad sus ojos brillaban con una intensidad fabulosa.
Aquellos ojos... Sin poder ni querer moverme me quedé extasiado contemplándolo, tratando de entender qué clase de ceguera me había llevado a considerar aquella criatura como una simple amenaza. El temor que sentí la primera vez que lo vi se convirtió en asombro ante su imponente presencia. Comprendí mientras me observaba, que no sólo era terrible, sino que estaba imbuido de profunda sabiduría y un aura de sacralidad. Parecía estar tejido a partir de la urdimbre del bosque y había estado allí, junto a su puerta, aguardándome; ¿quién era pues sino el custodio de aquel santuario, el guía a lo profundo de la morada misteriosa?
Totalmente maravillado, estuve un tiempo eterno contemplándolo hasta que, llegado el momento que estimó oportuno, se giró y comenzó a caminar adentrándose en el bosque.
Tras sus pasos seguí el camino que abría para mí en la noche; la ruta segura por el mundo del secreto inagotable.


"Aparecerá aún
El lobo frente a ti
...
Tómalo como hermano
Pues el lobo conoce
El orden de los bosques
...
Él te conducirá

Por la ruta llana

Hacia un hijo de rey

Hacia el paraíso"

Canto popular rumano.

miércoles, 7 de noviembre de 2007

El hechizo

El viento gélido que soplaba aquel atardecer hacía volar rápidas las nubes por un cielo nítido de intenso anaranjado. Pero sentir su fuerza contra mi cara no me ayudaba a despejar mi mente. Estaba profundamente abotargado por el cansancio, la incredulidad y el miedo, y el recuerdo de Hlinka aleccionándome durante toda la noche y todo el día apenas dejaba espacio para nada más. Oía su voz en mi cabeza y veía sus gestos e indicaciones con el sonido de fondo de mi corazón que latía de forma intensa y extraña, dándome la sensación de que no lo soportaría más y decidiría pararse en cualquier momento.
Apenas consciente de mi alrededor, veía el cabello de Stibor agitarse en su nuca mientras caminaba delante de mí en silencio. Yo le seguía fuera del castillo a través de las desiertas calles de la Ciudad Pequeña en dirección al puente, lugar donde Hlinka le había ordenado que me acompañara y al que debíamos llegar antes de la puesta de sol.
Al fin traspasamos el arco entre las torres de su entrada en el momento en que el horizonte y las aguas comenzaron a teñirse de rojo.
Escuchar el sonido del río me ayudó a concentrarme en el aquí y ahora. Comencé a ser consciente de que conforme nos alejábamos del castillo decaía la influencia del poder de Hlinka, aunque distaba mucho de haber desaparecido por completo. Entonces Stibor se detuvo en el puente y se volvió hacia mí. Recuerdo como me impactó su rostro y todo lo que pude leer en aquel gesto; podía ver el gran aprecio que sentía por mí y un destello en sus ojos que hizo palidecer el miedo que nunca hasta ahora lo había abandonado. Transmitía una esperanza y una paz que me caldearon desde dentro. Durante un momento se silenció la voz de Hlinka en mi interior y pude empezar a escuchar la mía propia. Entonces comprendí que no podía hacer lo que me había pedido. Era como si en ese instante algo que sólo había sido una loca posibilidad lejana o un mal sueño cobrara absoluta realidad.
Queriendo alejarme de Stibor, di unos pasos hacia atrás y señalando el bosque en la otra orilla le dije:
- ¡corre Jirí!
Mi voz sonó quebrada en un primer momento, pero luego grité con fuerza:
- ¡vamos, márchate!, ¡vete!
Él siguió mirándome muy fijo sin moverse y negó ligeramente con la cabeza.
- ¿Y a dónde podría huir?
- Lejos, eso no importa ahora. Tienes que hacerme caso, ¡por favor! ¡Márchate!
Caminó hacia mí y extendió su mano hasta asir la mía.
- ¿Es que todavía no lo habéis comprendido? - dijo mientras me apretaba con fuerza -. Sé por qué me ha ordenado que os traiga hasta aquí. Sé lo que os ha pedido que hagáis. Fui un iluso al pensar que tal vez habría una posibilidad de que no averiguara mis planes para escapar, pero él lo ve todo.
Y tras respirar profundamente añadió:
- y ahora sé que realmente me ama, pues si no fuera así no me liberaría a pesar de mi traición.
- ¿Liberarte? - exclamé escandalizado - ¡No pretende liberarte!
- Os equivocáis Pola - contestó -. Yo le he visto condenar a la prisión de piedra a aquella que más le amaba por no cumplir sus deseos, abandonarla al terrible infierno de la muerte en vida que vos presenciasteis; ¿es que no comprendéis que es eso lo que nos espera a ambos si no hacéis lo que os pide?
- No, no puedo hacerlo - solté su mano y sacando de debajo de mis ropajes la daga que Hlinka me había entregado la dejé caer al suelo-. ¡Es imposible!
- Así debe ser - dijo con su dulce voz mientras se arrodillaba a recogerla -. Supe que me salvaríais y seríais mi camino para escapar - y ofreciéndomela tras incorporarse añadió -, fuisteis vos lo que el espejo me mostró cuando le pregunté cómo podría salir de aquí.
Viendo que yo no reaccionaba se acercó hasta mí y mientras ponía el arma en mi mano me susurró al oído:
- Tendréis vuestra oportunidad. No desesperéis Pola.
- No puedes pedirme esto - le dije con lágrimas en los ojos -. No puedes.
- Por favor, liberadme - y apoyándose en la baranda de piedra señaló en la dirección hacia la que fluía la corriente -. Y os ruego que después arrojéis mi cuerpo al río. No deseo ser enterrado en este lugar.
El profundo temor que siempre mostraba su rostro se había desvanecido por completo. Yo sabía que todo lo que había dicho era cierto; ¿qué no podría hacer Hlinka con nosotros si había sido tan despiadado con Katerina? Y veía descender el sol sobre el horizonte sabiendo que ya no tenía más tiempo para tomar una decisión. Stibor volvió a acercarse a mí y queriendo darme fuerzas me dijo:
- jamás resolveréis esto tratando de huir de él.
Y supe que también aquello era cierto.
Entonces me abrazó y levantó la mano con la que yo sostenía la daga hasta situar el filo contra su cuello.
En mi cabeza se agolpaban la voz de Hlinka y el recuerdo de las pesadillas, mientras que el agotamiento absoluto y el frío intenso hacían temblar todo mi cuerpo hasta que el disco del sol se ocultó. Entonces el odio por Hlinka empezó a eclipsar todo lo demás; ¡cómo deseaba que hubiera sido su cuello aquel que tenía a mi merced! Comenzó a embargarme el sentimiento de rencor sin riendas que se apoderaba de mí en mis pesadillas y supe que el espectro que las habitaba estaba cerca. Sentía crecer en mi interior las fuerzas que me otorgaba y como la rabia nublaba mi entendimiento. Y antes de perder totalmente el control sobre mí mismo, desesperado, hundí el filo en la carne de Stibor. Sus piernas y las mías flaquearon y caí de rodillas al suelo sin soltarlo, abrazándolo con fuerza mientras su sangre brotaba empapando nuestras ropas y fluía tiñendo los adoquines. Corría por sus juntas como si éstas fueran ahora sus venas. Entonces vi que la sangre se extendía hasta tocar los blancos pies de aquella mujer.
Allí estaba. Había aparecido de la nada y me observaba fijamente desde escasos metros, sonriendo satisfecha como siempre que cometía atrocidades en las pesadillas. Vi como sus oscuras pupilas brillaban iluminadas por el fuego de mi ira.
- Al fin te has decidido a venir junto a mí - dijo con su voz más terrible -. ¡Vamos, levántate!, el mundo nos espera. Todo lo que quieras, lo que siempre has querido, será tuyo. ¡Camina conmigo!
Entonces saqué lentamente la estatuilla de Némesis que había traído. Ella miró su figura un momento sin comprender, pero de repente sus ojos se abrieron de par en par y su gesto cambió cuando manché la estatua con la sangre de Stibor para que se formara una cadena que llegara hasta sus pies. Y alzando el brazo con el que la asía con fuerza, pronuncié con decisión las palabras que Hlinka me había enseñado, invocando a las fuerzas que la atarían para siempre. Con el sonido de éstas se detuvo el viento y se acalló el río mientras el espectro comenzaba a deshacerse en aquel vapor oscuro y pesado con el que solía desvanecerse cuando se marchaba. Esta vez, en lugar de volar lejos, el vapor se iba deslizando lentamente hasta la estatuilla desapareciendo en su interior cuando la tocaba, haciéndola más y más pesada.
- ¡Necio! - la oía exclamar poseída por la ira -. Este es tu fin. ¡Jamás te librarás de él mientras yo esté encadenada! ¡Jamás!
Me gritaba maldiciéndome y yo comprendía hasta qué punto era verdad lo que decía.
Cuando el hechizo terminó, la estatuilla vibraba con tal intensidad que creí que se soltaría de mi mano. Entonces el viento volvió a soplar y escuché de nuevo el sonido del río. Esto me hizo recordar lo que Stibor me había pedido.
Guardé la estatua y me abracé a su cuerpo con fuerza mientras le pedía perdón una y otra vez, incapaz de creer lo que había hecho; temía haberme convertido finalmente en todo lo que tanto había querido evitar.
Algo de mí murió con él en aquel lugar.
Y allí estuve no sé cuanto tiempo, abrazándolo hasta que el frío de la noche hizo que me dolieran todos los miembros. Sólo entonces observé su rostro sereno y comprendí que aún tenía fuerzas para enfrentarme a lo que viniera después.
Tras darle un beso en la frente, lo alcé en brazos y lo dejé caer al río; mientras veía como lo alejaban las negras aguas me despedí de él para siempre.

miércoles, 24 de octubre de 2007

El mejor verso de Virgilio

El día que Hlinka decidió mostrarme la cripta en la que practicaba sus artes, yo casi me encontraba físicamente restablecido. Stibor había estado ocupándose de mí, asistiéndome atento con sus cuidados y alimentos después de las torturas y vejaciones a las que yo lo sometía en mis pesadillas. Nunca le hablé de ellas. Cada vez eran más atroces y descabelladas, llevándome más y más lejos, tanto, que era creciente el temor que sentía de no poder volver a ser yo mismo cuando despertara. ¿Quién sabe cuánto tiempo más podría resistirlo? Sucumbir parecía tentador, sencillo, pero sabía que acabaría totalmente perdido y desquiciado, convertido en esclavo de aquel espectro. Aquí y ahora era un prisionero, pero no un esclavo, y me aferraba a ese pensamiento que erigí como mi máxima y mi esperanza, la única a la que ya me podía aferrar: no ceder. No entregarles mi voluntad.
En cuanto pude volver a caminar, Hlinka comenzó a pasear conmigo a diario. Charlaba de esta y aquella maravilla, explicándome lo grande y revelador que era todo lo que me iba a enseñar. Me trataba como a un discípulo que, siguiendo la estela de la fama de un gran maestro, hubiera llegado a este lugar suplicando ser instruido. Y él en su gran generosidad y sabiduría había aceptado iniciarme en los más profundos secretos del cosmos. Yo le escuchaba sorprendido de lo lejos que llegaba su cinismo, su locura o ambas cosas, pero decidí prestar total atención a lo que me revelaba. No se podía negar que era poderoso y poseía gran cantidad de conocimientos.
- Permanecerás conmigo y te enseñaré a verlo todo - era una frase que solía pronunciar en nuestros encuentros.
Decía por ejemplo, haber adquirido el don de la profecía de la mismísima princesa Libuse, la legendaria fundadora de la ciudad. Se cuenta que Libuse y su esposo Premysl subieron junto a su séquito a lo más alto del castillo que gobernaban sobre la colina de Vysehrad, en la otra orilla del Moldava. En ese momento se ponía el sol y ella observó extasiada el paisaje asombroso que se abría a sus pies. El río y el bosque teñidos de dorado componían una visión que la llevó más allá del tiempo. Entonces sentenció:
"Veo un gran castillo cuya gloria llegará a las estrellas. Oculto en lo profundo del bosque su emplazamiento está flanqueado al norte por el valle del arroyo Brusnice y al sur por una poderosa colina. El Moldava traza un camino a sus pies. Es el lugar donde debéis ir. En el bosque encontraréis un hombre tallando el umbral de su casa. Allí edificaréis un castillo que se llamará Praga según el nombre escrito en el dintel; y como todo señor baja la cabeza para traspasar el umbral de su morada, así los más grandes del mundo la bajarán ante este castillo".
- Este lugar es el umbral de los umbrales, Frantisek - comentaba con el ímpetu que lo embargaba cuando se dejaba llevar por el apasionamiento -. Pronto te mostraré sus entrañas y aprenderás el arte con el que atar para siempre al inmundo súcubo que te perturba. Mis murallas impiden que entre aquí por su propio pie, pero no cubren la puerta a su reino que llevas contigo.
Y con un odioso tono paternalista y protector, me cogía por los hombros para terminar diciendo:
- estoy orgulloso de como estás llevando tu lucha. Aguanta un poco más, ya estás casi listo.
Sin duda sacaba provecho del estado de debilidad mental en el que me mantenían las pesadillas, tratando de valorar en qué momento estaría lo suficientemente desesperado como para arrojarme a sus pies.
En ocasiones me acercaba a la torre Daliborká a escuchar el violín del caballero de Kozojedy. Él se había convertido en ejemplo paradigmático de cómo la necesidad agudiza el ingenio y yo necesitaba inspiración. Oyéndole recordaba que al llegar su música me había parecido lo más melancólico del mundo, pero ahora expresaba con precisión mis propios sentimientos. Así de tenebroso y desesperanzado me encontraba el momento en que Hlinka decidió comenzar mi instrucción; la tarde que llevó mi desesperanza todavía más lejos.
Penetramos juntos en la catedral y a través de una trampilla oculta en el suelo descendimos por una larga y angosta escalera. Intenté estimar a qué profundidad nos adentrábamos, pero el lugar me dejó desconcertado. La roca parecía estar viva y al tocarla podía notar una energía que hacía vibrar el lugar de forma tan patente que me pareció escuchar que emitía un grave y sobrecogedor zumbido. Me estremecí al sentir que su tono entraba en resonancia conmigo, propagando la vibración a cada parte de mi ser.
- Veo que sientes la fuerza que alberga este lugar - comentó Hlinka deteniéndose al fin frente a una puerta -. Pocos conocen su existencia y son aún menos los que pueden utilizarla para sus propósitos. Adelante.
Abrió y le seguí al interior de una amplia estancia circular excavada en la roca. Cuando Hlinka prendió varias lámparas de aceite pude apreciar el detalle con el que había sido elaborada. Se habían esculpido en ella columnas que sostenían arcos que enmarcaban otras puertas distribuidas regularmente por toda la pared. El techo tenía forma de bóveda en la cual unas nervaduras ornamentales confluían en un centro donde formaban el dibujo de una estrella. Bajo aquel cénit, en el suelo de roca, había grabado un emblema también circular en el que podía verse la figura de una serpiente enroscada alrededor de una llave y bajo ella una filacteria en la que estaba escrita la frase:
"Discite justitiam, moniti, et non temnere divos"

En aquel momento no entendí por completo su significado, pero más adelante averigüé que se trata de un verso del libro VI de la Eneida de Virgilio. En ese pasaje Flegias, rey de los lapitas, cumple castigo en los infiernos por haber incendiado el templo de Apolo en Delfos. Y es por eso que dice: "Aprended la justicia, oh vosotros advertidos, y a no despreciar a los dioses".
Sobre este verso existe una anécdota interesante. Cuenta la tradición que un sabio sacerdote que se encontraba atendiendo a una endemoniada, aprovechó para preguntarle al diablo cuál era el mejor verso de Virgilio; y este verso fue su respuesta.

Hlinka había convertido aquel lugar en su cámara privada de estudio. Estaba repleta de libros y de multitud de objetos extraños y prodigiosos, todo inmerso en el clásico caos en el que el dueño del lugar ha establecido un orden que sólo él conoce. Caminamos entre aquellos tesoros hasta el otro extremo de la estancia y allí nos detuvimos frente a una estantería llena de estatuillas. Todas tenían aspecto muy antiguo; las había con forma de animales, la gran mayoría fantásticos y otras con forma humana entre las que reconocí algunas que representaban figuras de dioses.
- Es el momento amigo mío - dijo Hlinka rompiendo el silencio -. Elige aquella que consideres apropiada; en ella obligarás a morar a partir de ahora al espectro que te atormenta. Jamás podrá volver a dominar tus sueños - y con un tono más pausado y grave añadió - Esta noche no dormirás y hasta el crepúsculo de mañana te prepararás para llevar a cabo el hechizo.
Señalando de nuevo los estantes mientras se apartaba a un lado repitió:
- adelante Frantisek, escoge.
Observé con atención las figuras y pronto mis ojos se detuvieron sobre una de ellas. Apenas medía un palmo de alta y tenía aspecto clásico; representaba a una mujer alada con una rama en una mano y una pequeña rueda en la otra. Con uno de sus pies aplastaba a un hombre que era diminuto a su lado. Al comprender mi elección Hlinka confirmó lo que pensaba:
- Némesis - comentó -, interesante decisión. Hija de la Oscuridad y la Noche e instrumento de la cólera divina. De acuerdo, ¡cógela!
Contemplaba enormemente complacido como cada uno de mis movimientos obedecía a sus indicaciones.
- Ahora siéntate y escucha.
Señaló una de las sillas mientras él tomaba con cuidado reverencial un libro que había sobre la mesa. Después se sentó frente a mí y abriendo el libro me mostró un grabado que ocupaba por entero una de sus páginas. Cuando vi qué representaba empecé a comprender el alcance de lo que me pedía. Mientras mi corazón latía con tanta fuerza que pensé que mis sienes iban a estallar, Hlinka mantenía el libro abierto frente a mí. Recuerdo como sonrió levemente en silencio cuando las lágrimas que no pude reprimir comenzaron a rodar por mi cara.
- No existe más opción - sentenció con su pausada voz hipnótica -. No hay otra opción.


sábado, 6 de octubre de 2007

El monstruo

"Soy el espíritu que siempre niega, y con razón, pues todo cuanto tiene principio merece ser aniquilado, y por lo mismo, mejor fuera que nada viniese a la existencia. Así, pues, todo aquello que vosotros denomináis pecado, destrucción, en una palabra, el Mal, es mi propio elemento".
Fausto de Johann W. Von Goethe

Recuerdo la ira. Como la sensación agónica de mi postrada frustración se convertía en una gran fuerza; el calor y la vida volvían a mis miembros calentados literalmente por los ríos de fuego en que se convertían mis venas. El terror que había sentido en presencia de la desdichada Katerina y la desesperación ante mi impotencia frente a Hlinka, eran el combustible de una profunda rabia que, dotada de voluntad propia, se hería a sí misma inflamándose al mostrarme como había fracasado otras veces a través de los recuerdos más terribles. Susurraba que volvería a ocurrir y que esta vez sería definitivo cuando Hlinka devorara todo rastro de mi pequeña y patética voluntad, esa que no previó ni evitó las muertes de Roman y Aneta y que después no fue siquiera capaz de ejecutar a los culpables.
Recuerdo como esa fuerza hizo que me levantara con la sensación de haber roto unas pesadas cadenas y sobre aquella cama se quedaban, como si fuera una serpiente que muda la piel, partes de mí que ya no quería recobrar. Esa noche se abría a mis pies el pozo del que surgen las aguas que otorgan el poder de la acción más cruda, envenenando todo raciocinio, justificación y límite. Bajo su embriaguez febril todo era absurdo, débil y quebradizo y sólo merecía el más profundo desprecio.
Recuerdo como mi mano asía con fuerza un objeto contundente -¡cómo había deseado poseer mis propias garras!-, y recorría el palacio sintiéndome audaz, temerario e invencible en busca de Hlinka. Al alcanzar el salón lo encontré de pie, esperándome, firme pero confuso y asustado. Y ese temor hizo que vacilara un instante -error fatal- incrédulo ante lo que estaba viendo. Trató de alzar su mano, pero jamás le permitiría ejercer su poder sobre mí. Nadie lo haría. Ya no. Y con la velocidad de una bestia poseída me abalancé sobre él, golpeando y golpeando, sintiendo como se quebraban sus huesos -aquel sonido-, el olor de su sangre que embotaba mi garganta, la náusea y esa sensación terrible, indescriptible, una y otra vez, hasta que se convirtió en un despojo inerte, destrozado e irreconocible.
Recuerdo que no se agotó ni el odio ni la ira y queriendo destruir todo vestigio suyo, arrojé su cuerpo moribundo al interior de aquella enorme chimenea cuyo fuego tanto le agradaba contemplar.
El hedor a carne quemada hizo que me girara asqueado y vi entonces que Stibor observaba muy quieto desde la puerta. Tratando de comprender miraba asustado con los ojos muy abiertos. Tan frágil, tan delicado. Con su aspecto casi femenino respiraba entrecortadamente cuando puse mi mano sobre su hombro. Pero algo en su dulzura, su indefensión y su miedo me irritaba profundamente. Pensé que quería aniquilar su inocencia -ya nadie tenía derecho a ella-, y tras darle un abrazo al que se aferró con fuerza, lo arrojé al suelo y lo asfixié.
Recuerdo que aún era de noche cuando crucé las murallas del castillo que jamás podrían volver a detenerme. Asomándome a la oscuridad observé las siluetas de los árboles bajo la luz de la luna y sentí como se mecían suavemente al ritmo de mi pulso. Éste sería ahora la única ley e imaginaba que todo, junto a las vidas de aquellos que moraban allí, me pertenecía: ¿cómo dispondría de ellas?
- Y dime Pola - dijo la mujer del puente susurrándome al oído mientras se abrazaba a mi espalda -, ¿a qué monstruo podrías temer? ¿Qué miedo podrá habitar en ti ahora que comprendes que puedes ser el más terrible?
Entonces todo se desdibujó en la niebla.

Todavía me estremezco al recordar cómo seguía sintiendo su abrazo cuando despertaba y cómo emergía exhausto del agujero que ella excavaba para mí cada noche; el pozo en el que, impaciente, me aguardaba.

jueves, 27 de septiembre de 2007

La prisión de Katerina

Aquella mañana me despertó la mortecina luz dorada que iluminaba mi habitación en el antiguo palacio real. Al levantarme y acercarme a la ventana se fue disipando la sensación de encontrarme aún en un sueño y acudieron a mi mente los sucesos de los últimos días. Por primera vez desde que había llegado al bosque me sentía despierto y relajado, recuperadas las fuerzas para tratar de valorar todo lo que estaba pasando.
Stibor, servicial como siempre, me informó que el señor había salido temprano a cazar mientras me servía el desayuno en el salón donde Hlinka y yo habíamos conversado la noche anterior. Me explicó que su costumbre era retornar al mediodía, aunque en ocasiones no volvía hasta bien entrada la tarde. Le comenté que deseaba caminar por el recinto del castillo aprovechando la luz del día y la tregua que estaba dando la lluvia, y él se despidió para ocuparse de sus quehaceres recordándome que podía buscarlo para pedirle cuanto necesitara.
Salí a pasear al patio y me detuve frente a la catedral para admirar la llamada puerta de Oro en aquel silencio total sólo interrumpido por suaves ráfagas de viento. Observé como nunca el precioso mosaico de cristal de Bohemia que hay sobre la entrada, ese que evoca de forma tan magnífica escenas del Juicio Final.
A pesar de la soledad y el frío el lugar parecía haber perdido parte de la sensación opresiva que había sentido al llegar. Tal vez fuera la luz diurna, tal vez la ausencia de lluvia:
- o tal vez la ausencia de Hlinka - pensé.
La puerta estaba abierta y entré en el templo dispuesto a disfrutar al máximo con la sensación que tenía de que de algún modo este lugar me pertenecía. Caminé por la nave mientras experimentaba con gran intensidad el recogimiento. El silencio era tal que me descalcé para no perturbarlo y tenía la sensación de que mis pensamientos producían un eco que las imágenes podían escuchar. Me pareció que observaba complacido mi gesto un ángel del mausoleo de mármol que en el centro de la catedral alberga algunas de las sepulturas de los reyes que reposan en este lugar.
Decidí entonces tratar de silenciar mis propios pensamientos y dejar que acudieran a mí otros ecos. Fue así, caminando frente a las hermosas capillas y oratorios bajo la luz de las vidrieras, como tras un tiempo noté la presencia de alguien más. También en actitud de recogimiento podía sentir cómo oraba, cómo imploraba ayuda, cómo buscaba fuerzas y cómo se mezclaban en ella, pues sabía que era una mujer, el amor y el dolor, la esperanza, la fe y el miedo.
Como quien busca a un intérprete siguiendo el sonido de su música, fui dejándome guiar y la fuerza de las impresiones me llevaron hasta la capilla de San Venceslao, la más hermosa de la catedral. En el centro se encuentra el sepulcro del santo y en la pared su imagen de caballero coronado con su escudo y su lanza flanqueada por dos ángeles de alas doradas. Vi sus paredes decoradas con frescos sobre la vida de Cristo y cubiertas con grandes piedras semipreciosas engastadas en la pared; ágatas y calcedonias del tamaño de un puño iluminadas por una luz teñida de dorado por el reflejo sobre las pinturas.

Esta era la estancia donde ella debía haber orado muchas veces pues la sensación de su presencia se hizo tan intensa que creí escucharla. Entonces vi en el suelo un delicado pañuelo blanco con una letra bordada: K. Lo tomé y con cuidado acaricié con él mi mejilla:
- Katerina - murmuré.
Supe que ése era su nombre y comprendí también dónde había sentido antes su presencia y su llamada: al otro lado de la puerta del palacio sobre la que Stibor me advirtió que no debía preguntar.
Empezaron a embriagarme las sensaciones que imbuían aquel pañuelo; tristeza y desesperación que se habían quedado impregnadas a pesar de que las lágrimas que las grabaron hubieran desaparecido hacía tiempo. Si quería averiguar más pensé que el momento apropiado era éste, antes de que Hlinka regresara de su cacería.
Me aseguré que Stibor estaba atareado lejos de la misteriosa habitación y me detuve frente a ella con el pañuelo en la mano y el corazón latiendo con fuerza. Apoyé el rostro sobre la madera y aunque no pude oír ningún ruido, supe que Katerina estaba dentro; la sentía otra vez llamándome, esperándome.
Para mi sorpresa la puerta se abrió en cuanto giré el pomo. La débil luz de aquel día entraba iluminando una habitación prácticamente vacía. No había ningún mueble ni adornos en sus desnudos muros de piedra. En un candelabro de pie que había en un rincón hacía tiempo que las velas se habían consumido y en el centro de la sala estaba su único ocupante, una estatua de piedra de una mujer sentada de espaldas a la puerta. Cerré y me acerqué despacio hasta situarme a su lado. Observé su elegante porte y su largo pelo ondulado suelto sobre su espalda. Tenía la frente adornada con una fina diadema y las manos reposaban apoyadas sobre su regazo. Parecía observar con mirada perdida el exterior a través de una ventana. Me coloqué frente a ella y acuclillándome apoyé mi mano sobre las suyas. Entonces a pesar de que nada en la habitación cambió, sentí una fuerte sacudida y oí cómo me hablaba sin palabras.
En un instante se volcó sobre mí una terrible sensación de horror y sufrimiento que me hizo comprender la desesperación de aquel alma encerrada en una prisión de la que la muerte no podía liberarla: consciente pero abandonada a la soledad de sus pensamientos, agotada sin posibilidad de sueño reparador, hambrienta y sedienta sin alimento que pudiera saciarla, inmóvil pero llena de tensión, gritaba sin emitir sonido desde el infierno de su cuerpo convertido en piedra.
Caí de rodillas sujetando mi cabeza sintiendo que iba a estallar:
- "Huye". "Márchate". "Corre" - me gritaba en medio de todos aquellos tormentos.
Desesperado busqué algo para golpearla. Quería romperla y entre lágrimas la golpeé con el candelabro y la empujé tratando de volcarla pero parecía firmemente anclada al suelo y no pude hacerle mella.
- "Huye". "Márchate". "Márchate".
Sin ser capaz de soportarlo ni un segundo más, corrí y corrí a través de pasillos, escaleras y patios en busca de la salida sin pensar que más allá no había nadie, sin pensar que ahí fuera estaba el bosque, sin querer recordar el peligro que percibí al entrar, confiando en que nada podía ser peor que lo que había sentido. Y así atravesé la puerta en la muralla, notando para mi desesperación que de repente quedaba atrapado, como atado en el aire por cientos de cortantes hilos gélidos que me sostenían mientras, atravesado por el dolor, me vi a mí mismo, desde atrás, caminar tambaleándome unos pasos hasta que mi cuerpo cayó desplomado unos metros más allá antes de que todo se desvaneciera.
Cuando abrí los ojos tardé unos segundos en entender que me encontraba tendido en la cama de mi habitación en el palacio. No sabía cuanto tiempo había transcurrido pero estaba muy oscuro. Traté de moverme pero punzadas de dolor por todo el cuerpo me lo impedían y me costaba horrores respirar. Entonces noté que no estaba solo y por el rabillo del ojo vi a Hlinka acercarse a mi lecho. Inclinándose lentamente sobre mí dijo:
- amigo mío, pensé que había ciertas cosas que habías comprendido - a pesar de la dureza de su gesto había cierto tono de satisfacción en sus palabras -. Por esta vez te eximirá la ignorancia, pero espero que entiendas que es una baza que no podrás jugar nunca más. Ahora descansa.
Mientras abandonaba la habitación dejándome totalmente a oscuras, lo único que pude hacer fue hundirme en la más honda de las pesadillas.

martes, 4 de septiembre de 2007

El cazador maldito

"Aquel a quien los dioses quieren destruir,
primero lo vuelven loco."
Eurípides.

Después del gratificante baño y tras vestirme con las elegantes ropas que me proporcionó, seguí a Stibor de nuevo por aquel inquietante pasillo. Esta vez caminamos sin detenernos y llegamos directamente a la estancia donde Hlinka y la cena me esperaban. El chico paró frente a la puerta, abrió una de sus hojas y me hizo un gesto para que entrara.
La sala estaba caldeada por el fuego de una enorme chimenea en la que casi podía entrar un hombre de pie e iluminada además por multitud de candelabros. A través de los altos ventanales podía verse que a estas alturas la lluvia se había convertido en tormenta. El centro estaba ocupado por una recia mesa que, aunque podía albergar al menos una veintena de comensales, se veía preparada sólo para uno. Al fondo, de pie, con una copa de vino en la mano, Hlinka parecía absorto escuchando la música de un cuarteto de cuerda. Busqué con la mirada y aunque no pude ver a nadie, distinguí las débiles sombras que aquellos músicos invisibles proyectaban sobre los muros. Cuando mi anfitrión percibió mi presencia, con un leve movimiento de su mano la música cesó, la luz de las velas aumentó de intensidad e hizo desaparecer las extrañas sombras, a pesar de lo cual el ambiente no dejó de ser un tanto fantasmagórico.
Desde luego el resultado era un perturbador y teatral efecto. La mirada de Hlinka fija sobre mí analizaba sin disimulo cada una de mis reacciones y yo, un tanto a la defensiva, traté de mostrar el menor número de emociones posible. Esperaba que tantas horas de jugar al póquer sirvieran ahora de algo; y sirvieron, pero sólo para que comprendiera que Hlinka tenía muy claro que mi aparente frialdad ante su magia no era más que un miserable farol.
- Adelante muchacho - dijo mientras colocaba su mano sobre el respaldo de la silla que me había asignado -. Permíteme que te acompañe mientras acabas de reponer tus fuerzas y disculpa que yo ya haya cenado.
Me acerqué y él se sentó a mi lado en la silla que presidía la mesa.
- Stibor es un buen cocinero - comentó -, pero si alguna cosa no fuera de tu agrado no debes dudar en decirlo.
- En absoluto - contesté -, todo tiene muy buen aspecto, gracias.
Llegado ese momento mi hambre era tal que no hubiera rechazado ningún alimento, aunque mi comentario fue totalmente sincero; aquello era un banquete de sopa, carne de caza acompañada con patatas y otras verduras, una gran hogaza de pan que olía a gloria y más allá una fuente de plata repleta de uvas.
Entonces Hlinka apuró el vino y dijo:
- ¡Vamos!, llena nuestras copas, mi pequeño Ganimedes - se dirigió a Stibor -. Debemos alentar la locuacidad de nuestro invitado. Parece un tanto tímido.
El chico se acercó a servirnos y observé como Hlinka lo miraba. Si aquel muchacho era su Ganimedes, supuse que reservaba para sí el papel de Zeus en aquel Olimpo sombrío en el que Stibor no sólo permanecía contra su voluntad, como sabía por la pregunta que había hecho al espejo y el temor que mostraba, sino que al igual que el joven troyano, tal vez hubiera llegado aquí secuestrado por el águila a la que ahora debía servir. Y el brillo de los oscuros ojos de Hlinka a la luz de las velas, un tanto vidriosos quizá por el vino, acompañaban a la perfección su sonrisa de depredador cuando desvió su atención hacia mí. Yo sonreí y aguanté su mirada dispuesto a no permitir que me hiciera pensar que leía mis pensamientos nunca más.
- ¡Salud! - dijo alzando su copa.
- ¡Salud! - respondí cortés.

Tras la cena nos sentamos cerca del fuego. Stibor llenó nuestras copas y abandonó la sala. Sólo entonces me pidió Hlinka que comenzara el relato de mi viaje.
No le conté con detalle qué andaba buscando, sólo que seguía el mensaje que recibí en un sueño. Y en cuanto al camino que había seguido hasta aquí, comencé hablándole directamente del bosque y de la noche anterior. Narraba con calma para darme tiempo a pensar y no nombrar aquellas cosas que no quería compartir, pero él detectaba fácilmente las omisiones y hacía preguntas muy precisas. Cuando describí mi encuentro con el lobo se acrecentó aún más su interés e hizo multitud de preguntas sobre todo tipo de detalles: dónde lo había visto; cuánto tiempo me siguió; qué había sentido al verlo; por qué pensaba que no me había atacado; dónde se detuvo la persecución; ¿parecía herido? Después narré mi encuentro en el puente con aquella dama siniestra, evitando dar detalles sobre nuestra conversación. Hlinka ya no preguntó nada más hasta que acabé mi explicación contándole que Stibor me había encontrado dormido en una sala del palacio de Valdstejn.
Era difícil saber qué pensaba de todo aquello, pero obviamente la información que le di le resultó interesante. Estuvo muy callado unos minutos, meditando mientras observaba el fuego.
- Eres hábil o afortunado - dijo rompiendo el silencio -. Yo diría afortunado a juzgar por tu narración, pero en todo caso creo que la bestia ha cometido un error al dejarte con vida.
- ¿Un error? - pregunté intrigado.
- El hado te ha traído hasta mí y yo soy quien librará al bosque de esa alimaña sanguinaria - sonaba apasionado y el fuego parecía responder a su efusividad crepitando con fuerza -. Una vez estuvo a punto de matarme y lo habría hecho si yo no hubiera dispuesto de mis artes.
Entonces se levantó decidido y en su rostro se formó la sonrisa más terrible que me había mostrado hasta el momento.
- Acompáñame y te enseñaré el lugar de honor reservado en mi pared para la cabeza de ese monstruo.
Me levanté y le seguí hasta una pequeña puerta lateral. Hlinka tomó un candelabro y comenzó a andar por un pasillo que desembocó en una angosta escalera de caracol. Mientras ascendíamos por aquella torre me dijo:
- Y no te preocupes por el espectro que te atacó en el puente; te quedarás junto a mí y yo te enseñaré a someter a la misma noche.
- No estoy seguro de que su intención fuera atacarme - comenté dubitativo. Recordaba con claridad el temor que me provocaba aquella mujer.
- ¡No seas necio! - contestó tajante -, sólo se rió de ti y si no te mató allí mismo y te robó toda tu esencia fue porque espera reencontrarse contigo más adelante. Mientras habitará tus pesadillas para hacerte suyo - se detuvo en las escaleras y se volvió mirándome a los ojos -. Conmigo aprenderás a liberarte de ella. Pronto ambos podremos caminar por el bosque a nuestro antojo.
Dicho esto prosiguió la marcha hasta que traspasamos una puerta que debía estar en la cima. Podía escuchar la lluvia golpear fuerte contra el techo. Las velas alumbraron una sala circular repleta de todo tipo de armas antiguas y trofeos de caza. Un espectáculo de lo más espeluznante. Pude ver cabezas de ciervos, de jabalíes, de gamos. Habían multitud de aves diferentes, zorros, liebres, serpientes, urnas de cristal repletas de insectos y mariposas y bajo una zona vacía de la pared, un atril con un libro abierto por la preciosa ilustración medieval de un lobo. Hlinka me cedió el candelabro, se acercó al atril y contempló la página atentamente:
- Esa criatura orgullosa cree reírse de mí; yo colgaré su sonrisa en mi muro y me reflejaré victorioso en sus ojos cada día.
Después deambuló largo rato por la estancia totalmente absorto. Se recreaba embelesado en cada línea, pluma o pelaje de cada animal, forma maravillosa que poseía plenamente una vez fija, clavada y despojada de cualquier posibilidad de contradecir su voluntad. Un dios artificial en un anti-edén de artificio, embriagado de belleza capturada y sometida, como la de sus trofeos de caza; como la de Stibor.
Cuando hubo terminado pareció volver en sí, salió de la sala tomando de nuevo el candelabro y yo le seguí en silencio de vuelta a la estancia en la que habíamos cenado.
- Retírate ahora - dijo poniendo su mano sobre mi hombro -. Continuaremos nuestra charla en otro momento.
Me pareció que repentinamente su rostro mostraba un profundo cansancio. Le di las buenas noches, contestó con un leve gesto y volvió a sentarse junto al fuego.
Tras la puerta de la sala Stibor me esperaba. Una vez en mi habitación vi que había traído más ropas, una bonita jarra con agua y una copa.
- Señor, si no me necesitáis más me retiraré - dijo mientras se dirigía a la salida.
- Sí gracias Stibor, descansa.
Pero antes de salir por la puerta paró un momento, se giró, y mirándome a los ojos con una sonrisa cómplice dijo en voz baja:
- Jirí.
- Cierto, buenas noches Jirí - contesté.

miércoles, 29 de agosto de 2007

La morada sombría de Maxmilian Hlinka

En el mismo instante en que traspasamos la entrada de la muralla una poderosa intuición me dijo que aquello era una barrera en más de un sentido. Intrigado, me detuve a observar el patrón que formaban las gotas de lluvia al golpear contra el umbral, y su ritmo y sus dibujos delataron que aquella puerta no podía ser cruzada libremente; al menos no impunemente. Respirando hondo me recordé a mí mismo que era yo y sólo yo quien me había traído hasta aquí y seguí a Stibor que me guiaba en silencio.
Fue entonces cuando junto al murmullo constante de la lluvia el viento trajo una melancólica melodía de violín. Parecía provenir de nuestra derecha, más allá del muro que nos separaba de la callejuela del oro. Stibor se detuvo y miró en dirección a la música con rostro sereno. A mí se me antojaba uno de los sonidos más tristes que había escuchado nunca y viendo mi gesto de curiosidad, como si estuviéramos en una sala de conciertos e intentara no importunar al interprete, me explicó en voz baja:
- es el violín de Dalibor de Kozojedy - susurró -, que en los días de lluvia parece particularmente inspirado. No debéis deteneros demasiado a escucharlo o su melancolía se apoderará de vos.
Conocía la historia de aquel hombre. Adosada a la muralla que encierra el castillo hay una torre redonda llamada Daliborká en honor de su primer huésped, el caballero Dalibor. Fue encerrado en ella por apoyar una rebelión campesina. Sus carceleros le entregaron un violín, que el prisionero no sabía tocar, para que se ganara su sustento con él. Cuenta la leyenda que la necesidad hizo que acabara tocando tan bien que los praguenses subían a escucharle y dejarle alimentos en un cesto que bajaba con una cuerda. Finalmente fue sentenciado a muerte en 1498, pero esto no parecía ser un impedimento para que en este lugar su violín siguiera sonando emocionado, como dando las gracias a todos aquellos que se apiadaron de él.
Cuando reiniciamos la caminata me fui dando cuenta de que éste no era exactamente el castillo que yo recordaba. Me pareció que debía ser anterior a la restauración que en el siglo XVIII le dio a todo el conjunto un aire barroco, ya que los palacios eran de estilo gótico o renacentista y al llegar a la plaza Jirské vi que la fachada de la iglesia románica de San Jorge debía ser también la original del siglo X. De esta manera el conjunto resultaba menos rotundo y monótono y más mágico, aunque como si de una fuerte estática se tratara, un sentimiento de decadencia y cierta pesadez agónica parecía haberse apoderado de los edificios oscurecidos por la lluvia.
Así, tras caminar junto a los muros de la catedral de San Vito, terminamos deteniéndonos frente a la entrada del antiguo palacio real. Stibor abrió sus puertas y entramos en la sala Vladislav, la preciosa e inmensa estancia en cuya bóveda las nervaduras se entrelazan subiendo desde las columnas como si hubieran crecido de forma natural. Es tan amplia que en ella no sólo se celebraban banquetes y reuniones, sino incluso torneos cuando el clima así lo requería. Ahora estaba totalmente vacía, y desde los ventanales que quedaban a nuestra derecha se tenía una magnífica vista de esta parte de la ciudad, del bosque y del río.

Tras cruzar la puerta del fondo subimos una escalera que conducía a diferentes estancias, todas cerradas, hasta que nos detuvimos frente a la entrada de una de ellas. Stibor respiró hondo, enderezó su postura y llamó con los nudillos. Después abrió la puerta sólo un poco, por lo que en principio apenas pude ver como la tenue luz del exterior iluminaba un muro vacío donde aún podían distinguirse las marcas de unos cuadros que habían sido retirados y parte de una bóveda casi tan bonita como la de la sala de los torneos.
- Disculpad mi señor - habló asomándose al interior-, os traigo a Frantisek Pola, un caballero que afirma haber cruzado el bosque esta noche.
- Hazle pasar - escuché que decía una voz pausada -, y déjanos solos por ahora - prosiguió-. Nuestro invitado debe estar mojado, sucio y hambriento. Prepárale un baño y algo de cena.
- En seguida mi señor.
Hizo una ligera reverencia y abrió la puerta por completo apartándose para dejarme pasar. Reconocí la sala. Era aquella en la que se encuentra el trono del rey, junto a él el sitial del arzobispo y frente a ellos el banco de los señores y caballeros. En esta sala el banco estaba ausente aunque al fondo frente a mí sí pude ver el sitial y el trono. El primero estaba vacío y en el segundo había sentado un hombre alto y delgado. Vestía ropajes oscuros y solemnes cuyo estilo no sabía identificar. Su pelo era negro, algo canoso sobre la frente y las sienes y casi le llegaba a los hombros. Tenía cerca de cincuenta años, un rostro muy particular con ojos pequeños y oscuros pero de gran viveza y una nariz grande, ligeramente aguileña y algo torcida, tal vez por algún fuerte golpe. Sus labios eran finos y su barbilla afilada. Allí sentado en el trono, a pesar de la quietud de su pose, mostraba cierta tensión en sus miembros y en su gesto, como los de un gato que aunque está reposando es capaz de saltar en cualquier momento. Me miraba fijamente sin ningún disimulo sobre su curiosidad hacia mí, con una sonrisa apenas insinuada. Me quedé quieto en el umbral hasta que hizo un gesto con la mano para que me acercara:
- Entra y cierra Frantisek - dijo con su voz profunda y tono pausado.
Obedecí y caminé despacio hasta quedar frente a él saludándole con un ligero movimiento de cabeza. Al fin parpadeó y me ofreció su larga mano adornada con varios anillos:
- Me llamo Maxmilian Hlinka. Bienvenido a mi casa.
Tomé su mano con la mía sin saber muy bien con que gesto acompañar el saludo. A él pareció divertirle mi torpeza y comprendí que poco o nada escapaba a su aguda atención.
- De acuerdo - dijo mientras se incorporaba -, espero que aceptes mi hospitalidad y tengas a bien compartir conmigo esta noche, durante la cena, el seguro interesante relato de tu camino hasta aquí.
- Así lo haré, gracias - contesté tratando de no parecer cohibido.
Se acercó a un candelabro que había junto al muro y con una vela encendida comenzó a prender el resto. En el exterior empezaba a oscurecer y la lluvia continuaba cayendo contra las ventanas, ahora con más fuerza. Hlinka fue encendiendo con parsimonia otros dos candelabros. Cuando terminó la luz del exterior casi se había extinguido y las velas eran la única iluminación. Observé como la luz ondulante del fuego alumbraba su perfil y acentuaba las sombras de sus rasgos angulosos, y aunque en ocasiones esto suele bastar para tener detalladas intuiciones sobre el estado de ánimo u otros rasgos de las personas, en este caso sólo percibí un intenso poder que manaba de él a pesar del velo con el que parecía haber cubierto sus anhelos y sentimientos.
Después se detuvo frente a uno de los ventanales y miró al exterior con gesto duro y meditativo.
- ¿Y dices que has llegado hasta aquí cruzando el bosque? - preguntó sin apartar su mirada del exterior.
- Así es - contesté.
- No pienses que te permitirán volver a cruzarlo impunemente - dijo girándose y mirándome muy fijo -. Créeme, sé muy bien de qué hablo.
Estuvo observándome unos instantes con atención mientras meditaba algo. Finalmente con un rostro más relajado dijo:
- Ardo en deseos de escuchar tu historia. Pero primero descansa. Después Stibor te acompañará al salón y charlaremos frente a un buen fuego.
En ese instante el chico llamó para anunciar que el baño estaba listo.
Me despedí de Hlinka y acompañé a Stibor a través de un ancho y oscuro pasillo austeramente decorado. A la luz de las velas podía verse que también aquí habían sido retirados los cuadros. Grandes puertas cerradas se alzaban a ambos lados. Cierta sensación de inquietud empezó a apoderarse de mí mientras caminaba por aquel lugar cuyo final la débil luz no era capaz de mostrar. Fue entonces, al pasar junto a una de las puertas, que noté una intensa presencia y me pareció sentir una llamada que provenía de algún lugar lejano al otro lado. Sabía que no era algo que hubiera escuchado, sino una sensación interna, no tanto en mi cabeza sino en mi pecho; por un instante se me aceleró el corazón y sentí que me faltaba el aire. Cuando me detuve frente a la puerta Stibor me miró horrorizado y negando con la cabeza susurró:
- No por favor señor, no os detengáis aquí.
- ¿Hay... algún otro habitante en el palacio? - pregunté nervioso.
Dudó durante unos instantes y después dijo serio y asustado:
- Es mejor para vos que no conozcáis ciertas cosas.
Se giró cortante, caminó hasta una de las puertas hacia el fondo del pasillo y la abrió con una llave. Era una habitación bastante amplia con una cama enorme y una humeante bañera.
- Dentro de media hora vendré a buscaros. Descansad y no salgáis de aquí hasta que yo vuelva. Os traeré ropas limpias.
Puso en mi mano el candelabro que llevaba y sin volver a mirarme a los ojos, cerró la puerta tras de sí sin decir nada.

viernes, 10 de agosto de 2007

Stibor y el espejo de Scotto

La subida de la calle Mostecká tras la salida del puente se perdía en la oscuridad. A la luz de las estrellas podía distinguir la silueta de la iglesia de San Nicolás y aunque tenía ante mí la calle que tantas veces había recorrido, era una versión asolada y descorazonadora que parecía llevar décadas abandonada. En lugar de alegres fachadas de colores, sus edificios renacentistas tenían un tono ceniciento y desconchado. No se veía ni una sola luz ni se oía más sonido que el golpeteo de la madera de una ventana mal cerrada. Además me sentía observado por los bustos y mascarones de las casas que parecían seguir mis pasos.
La cuesta de la calle se me hacía muy penosa, totalmente exhausto después del encuentro con aquel espectro y perdida la cuenta de las horas que llevaba sin comer y sin dormir. Llegado ese momento sólo buscaba desesperadamente un lugar donde echarme al resguardo del frío intenso de la madrugada, pero según subía encontraba las puertas cerradas e incluso algunas ventanas de las plantas bajas tapiadas con maderos clavados. ¿Qué podía haber llevado a la gente a hacer algo así? Giré a mi derecha hacia la iglesia de Santo Tomás, incapaz de seguir enfrentándome al esfuerzo de la cuesta y caminé después apoyándome en el alto muro del jardín del palacio de Valdstejn.
Cuando ya pensaba que caería sin sentido allí mismo vi que las puertas de la entrada estaban abiertas. Había visitado aquel lugar algunas veces ya que en verano se organizan conciertos y obras de teatro. Tenía un bonito jardín de corte italiano lleno de estatuas y una galería de estilo renacentista adosada al edificio barroco. Aunque no pudiera entrar al palacio, al menos podría resguardarme del frío en el interior de la galería.
Caminé entre los setos y los dioses de bronce y allí me encontré con la primera criatura que vi en la ciudad; un precioso pavo completamente blanco que emitió unos suaves gorgoteos y despareció tras una fuente. Perplejo, sonreí feliz de encontrar algo vivo, aunque no tenía fuerzas ni ganas de jugar al escondite con él y utilicé mis últimas energías para llegar a la entrada del palacio, dar gracias a todos los dioses del jardín de que estuviera abierta, pasar al interior de la primera sala que encontré y desplomarme en el suelo en cuanto cerré la puerta.


Cuando desperté continuaba tirado en el suelo junto a la entrada. La luz que se colaba por los ventanales era débil, la propia de un día lluvioso y no ayudaba a hacerse una idea de qué hora podría ser. Me giré y abrí los ojos con incredulidad, pues lo primero que pude enfocar a un par de metros de mí era un caballo. Me costó unos instantes darme cuenta de que estaba disecado y me levanté del suelo para acercarme. Entonces pude ver el resto de la estancia en la que me encontraba: era un salón inmenso, decorado con elaboradas molduras a modo de guirnaldas por las paredes, sobre los grandes ventanales, las muchas puertas y el techo, del que pendían al menos siete grandes lámparas de metal dorado y lágrimas de cristal llenas de velas consumidas. En su día tal vez fuera un salón de baile del siglo XVII, pero ahora estaba lleno de muebles y objetos antiguos dando la sensación de ser medio un museo, medio el trastero donde un rey guarda los objetos que ya no le complacen.
Deambulé maravillado por la habitación y pude ver todo tipo de tesoros: vitrinas con colecciones de camafeos y piedras semipreciosas talladas; copas elaboradas con cuernos de animales con pies de oro, plata y nácar. Habían mesas que sostenían cajas de música, aguamaniles de cristal tallado, relojes parados que mostraban la rotación de los astros y cajas de cristal que guardaban plumas exóticas; más allá grandes cuadros con paisajes de montaña apoyados en el suelo, un globo celeste, autómatas de bailarines y músicos, un avestruz embalsamada, bustos y estatuas de aire clásico y más vitrinas con cuchillos, trabucos y mosquetes. Y junto a la pared del fondo lo que debía ser un cuadro cubierto con una tela oscura.
Todo estaba sucio y polvoriento pero era absolutamente maravilloso. Al llegar al final cogí el borde de la tela para descubrir lo que ocultaba, pero oí que una de las puertas al otro lado del salón se abría. Me tiré al suelo contento de haber recuperado mis reflejos y tratando de no hacer ruido me escabullí tras una de las vitrinas quedándome muy quieto. Escuché que cerraban la puerta con cuidado y luego unos pasos ligeros y apresurados que se iban acercando. Al poco pude ver a la persona que había entrado; caminó hasta el fondo y se detuvo quedando de espaldas a mí frente al cuadro que había estado a punto de destapar. Era un chico muy joven, de alrededor de quince años, delgado y no muy alto. Vestía como cabría esperar de un criado o un mozo de cuadra del siglo XVII con una camisa blanca de mangas anchas, un chaleco y unos pantalones que le llegaban hasta las pantorrillas. Su pelo era rubio y aunque no muy largo se arremolinaba formando rizos en su nuca. Un repentino relámpago en el exterior le sobresaltó y se giró asustado mirando unos momentos la ventana que había a mi espalda. Estaba realmente intranquilo y pálido. Le vi tragar saliva como con esfuerzo, cerrar los ojos mientras murmuraba algo y después girarse y caminar despacio hasta quedar frente a la oscura tela. Entonces le oí hablar y pude entender que decía:
- No sé si podré volver aquí. No sé cuánto tiempo pasará hasta que mi amo vuelva a pedirme que traiga un objeto hasta esta sala. Os ruego que me lo mostréis ahora y seáis los ojos de mi salvación. Por favor os pido que tengáis a bien contestarme esta vez - y con una voz más pausada y un tono más grave dijo - ¡Mostradme el camino para escapar de este lugar!
Pensé que bajo la tela debía haber uno de esos objetos diabólicos que enseñan a quien los usa aquello que desean ver, pero que siempre pueden hacerlo de un modo que acabe llevando a la ruina a su curioso consultor. Recordé lo que se contaba de un mago italiano que llegó a Praga durante el reinado de Rodolfo II; era Hyeronymus Scotus, llamado también Scotto, de quien se dijo que era un espía protestante que utilizó su espejo mágico con los poderosos para urdir elaborados chantajes con los que lograr la conversión al protestantismo de algunos arzobispados. Creo que leí una vez que el desdichado Scotto se granjeó la enemistad de John Dee y Edward Kelley (por entonces alquimista oficial de su majestad), quienes produjeron su total ruina en poco tiempo, pues temían que pudiera convertirse en un molesto rival. Dura y peligrosa competencia.
Una vez el chico hizo su pregunta, levantó la tela dejando al descubierto un espejo que bien podría haber sido el de Scotto. Era grande, rectangular, con un elaborado marco de madera negra tallado con símbolos y rostros espantosos que parecían mirar en todas direcciones. Entonces el muchacho se reflejó y no sólo él, sino todo lo que había a su espalda. Incluso yo.
Esta vez se dio cuenta y giró rápidamente mientras sacaba una daga del chaleco.
- ¡Salid de ahí ahora mismo! ¡No podéis entrar aquí! ¡¿Quién sois?!
Me levanté del suelo despacio mostrándole las palmas de mis manos.
- Tranquilo - dije mientras salía de detrás de la vitrina -, no soy un ladrón. Baja el cuchillo y hablemos. No voy a hacerte daño.
Pero su reacción fue totalmente inesperada. Tal vez hubiera preferido que hubiera seguido siendo desconfiada y agresiva porque aquello... Aquello fue el gesto de pánico más terrible que había visto nunca y mucho menos dirigido hacia mí. Me sentí como un monstruo. ¿Qué veía aquel chico? ¿Qué estaba ocurriendo?
Su rostro palideció por completo y su mano se abrió dejando caer el arma que golpeó con fuerza contra el suelo. Entonces cayó sobre sus rodillas mientras estiraba los brazos hacia mí diciendo:
- ¡perdonadme mi señor! No os había reconocido con este aspecto - sus ojos comenzaron a empañarse -. Os lo ruego, perdonadme. ¡Perdonadme!
Me quedé totalmente perplejo unos momentos y después me acerqué despacio.
- Escucha - dije con el tono más relajado que pude -, no sé quién crees que soy pero estás equivocado. No voy a hacerte daño.
Me acuclillé junto a él y le ofrecí mi mano.
- Mi nombre es Frantisek Pola. Llegué anoche hasta aquí desde el bosque - el miedo continuaba mostrándose en sus ojos, pero parecía que se calmaba mientras me escuchaba -. No sabía que este lugar estaba vedado. Lamento haberme entrometido pero buscaba un sitio donde dormir resguardado del frío.
El chico respiraba entrecortadamente y me miraba muy fijo a los ojos, como buscando algo en ellos. Dejé que me observara ya que parecía que esto lo tranquilizaba. Finalmente recuperó algo de color y la compostura y dijo:
- de acuerdo, os creo. Pero no me corresponde a mí decidir si decís la verdad ni averiguar por qué habéis venido. Debo llevaros ante mi señor - y recogiendo la daga del suelo dijo -. No puedo dejaros huir. Es imposible que ignore que estáis aquí.
- Yo también lo creo - comenté dándole la mano para ayudarle a incorporarse -. Además no quiero huir, sino que me lleves con él. Puedes guardar el arma.
El chico metió la daga en su cinto bajo el chaleco y se apresuró a cubrir de nuevo el espejo con la tela. Después me miró muy preocupado y supe lo que pensaba.
- ¿Cómo te llamas? - le pregunté.
- Stibor.
- De acuerdo Stibor, escucha. Deja de preocuparte. No le contaremos lo que ha ocurrido. Tú me has encontrado durmiendo allí junto a la puerta. Es lo que habría pasado si hubieras llegado diez minutos antes.
Asintió con la cabeza y comenzó a caminar hacia la salida.
- Seguidme entonces. El señor vive en el castillo y si sabe que estáis aquí será mejor no demorarse más.
Aunque mucho más entero continuaba pálido y nervioso; después de todo no me conocía de nada y tenía que confiar en mí.
Mientras salíamos del jardín y marchábamos hacia la vieja escalinata del castillo no podía quitarme de la cabeza su gesto de terror y me preguntaba qué le había llevado a pensar que yo podía ser aquel hombre y también, aunque trataba de pensar menos en ello, qué le causaba tanto miedo.
Bajo la luz de aquel día tan nublado la ciudad continuaba siendo igual de fantasmagórica y no nos cruzamos con una sola alma. Conforme subíamos la escalera de la colina, la posición elevada me permitió ver que efectivamente más allá del puente por el que había cruzado no había ciudad, sólo bosque hasta donde podía ver. El bosque se extendía también a este lado del Moldava y parecía rodear la antigua ciudad pequeña y la colina del castillo.
Al final de la escalinata me detuve un momento a recuperar el aliento. Por cordialidad y curiosidad pregunté:
- ¿cuál es tu nombre de pila Stibor?
Entonces se detuvo y se volvió hacia mí con una extraña expresión angustiada. Durante unos instantes su mirada vagó perdida con el gesto del que está buscando algo fuera y dentro de sí mismo. Sus labios se movían pero no emitían sonido alguno. Después un brillo de esperanza y alegría apareció en sus ojos acompañado de una tímida sonrisa. A pesar de lo tenue que era aquel esbozo su rostro se iluminó mostrando un indicio de lo hermoso que podía llegar a ser.
- Ji... ¿Jirí? - aquello era un susurro apenas audible con el que se interrogaba a sí mismo. Después levantó la mirada del suelo y repitió totalmente decidido:
- Jirí.
Y su respuesta brotó de él como un pulso de calidez que me atravesó como una llamarada. Por desgracia aquello duró poco, pues al momento el espanto volvió a cubrirlo con su sombra.
- Os lo ruego señor - dijo totalmente compungido -, no me llaméis así delante de él. Por favor, no le contéis lo que os he dicho.
Aquella petición me dejó absolutamente conmovido.
- Claro que sí, no te preocupes - me precipité a aclarar intentando aliviarlo -. Confía en mí.
Y dando unos pasos hacia él puse las manos sobre sus hombros tratando de enfatizar mis palabras.
Ya nos encontrábamos a pocos metros de las murallas y la lluvia comenzó a caer. Entonces Stibor miró hacia el cielo y dejó por unos momentos que las gotas rodaran por su cara. Respiró hondo y recuperando algo de calma y la premura dijo:
- démonos prisa.
Y continuamos nuestro camino hacia el interior del castillo.

jueves, 19 de julio de 2007

El puente

"Sabe que el alma, el demonio, el ángel, no son realidades extrínsecas a ti; tú eres ellas mismas."
Najmoddin Kobra.

Aquel bosque estaba sumido en el más inquietante silencio. Pronto incluso el viento cesó, aunque la humedad y el frío seguían siendo penetrantes. En unos instantes se haría de noche y mirando en todas direcciones intenté decidir qué hacer y qué camino tomar antes de que la oscuridad fuera más profunda. La vegetación, el olor del aire y algo más intangible hacía que me embargara la sensación de estar en un lugar familiar, pues todo me recordaba a los bosques de Bohemia en el otoño. Me esforcé en ubicar una luz, un olor, un recuerdo, cualquier cosa que me indicara una dirección hacia la que adentrarme. Finalmente, buscando en el suelo me pareció distinguir un sendero de aquellos que recuerdan vagamente su trazado porque llevan demasiado tiempo sin ser transitados. Decidí seguirlo mientras pudiera verse y me puse a caminar en la dirección de la puesta de sol.
A pesar de que aún quedaba algo de luz y mis ojos se habían acostumbrado a la penumbra, el sendero parecía ser visible ora sí, ora no, en una extraña manera que se me antojó un juego siniestro. Aquello me intranquilizó más si cabe e imaginaba que trataba de extraviarme con algún propósito oscuro. Nervioso, me detuve a mirar hacia arriba. Aunque no vi la luna, la fortuna quiso que estuviera despejado y pudieran verse las estrellas. Esto me reconfortó; aquella sería la única luz de que dispondría a partir de ese momento, instante en que el cielo pasó del azul oscuro al negro.
Cuando devolví toda mi atención al sendero, observé una silueta redondeada unos metros más adelante. Al acercarme vi que era una piedra de casi un metro de alto. Alguien la había colocado allí y su presencia me resultó muy intensa, mucho más que la de los árboles que me rodeaban. Decidí aproximarme con cautela mientras sacaba el mechero de mi bolsillo. Con su llama podría apreciar si tenía algún tipo de marca o inscripción, pero además me proponía utilizar la vibrante luz del fuego para que su movimiento sobre la piedra me delatara a qué se debía su aura numinosa.
Me acuclillé y acerqué la luz. Las sombras danzaron por sus recovecos y me pareció distinguir una forma similar a la de una calavera. Entonces mi respiración hizo oscilar la llama y vi, por un instante, que tenía un rostro cuyos ojos estaban fijos sobre mí. Me aparté de forma brusca y con el sobresalto se apagó el mechero. Estaba seguro de que había sido colocada en el camino para vigilar y me intranquilicé profundamente pensando que aquel que lo hubiera hecho conocía ahora mis pasos.
Cuando los latidos de mi corazón y mi respiración se calmaron lo suficiente para dejarme escuchar otra cosa, me pareció oír el rumor de un río aun lejano. Al menos sería algo que seguir. Pensé llegar hasta él y caminar siguiendo su curso. Tarde o temprano encontraría alguna casa o alguna aldea y no deseaba detenerme en aquel lugar tan sombrío ni continuar caminando por aquel sendero traicionero cuya nada inocente intención parecía ser como mínimo la de extraviarme aún más.
Tomé otra dirección y caminé un buen rato lo más sigiloso posible prestando total atención a todos los sonidos. Comprobé que el rumor del agua se iba acercando pero también que algo más se movía conmigo. Si me detenía sentía su presencia detenida; con la marcha sentía que algo me seguía. ¿Era tal vez una sombra y un eco de mí mismo? Ya no estaba seguro de nada, pero al detenerme a escudriñar por enésima vez la oscuridad a mi espalda lo vi. A menos de diez metros, un lobo negro, enorme, cuyos ojos brillaban intensamente fijos en mí, adelantó y bajó su cabeza mientras emitía un gruñido que sonaba a amenaza y a muerte. Aterrado, recordé una vez más lo inapropiada que resulta mi magia para defenderme de algo así, si es que eso era posible, pues sabía que podría alcanzarme con un solo salto.
Durante unos instantes eternos permaneció así para después, con un sigilo antinatural tratándose de una bestia de semejante tamaño, desaparecer rápidamente de nuevo en la espesura. Alarmado pensé que tal vez me estuviera rodeando y giré sobre mí mismo tratando de abarcar todo lo posible con mi vista, una y otra vez, seguro de que no andaba lejos, aunque por ahora hubiese decidido no acercarse más.
Seguí caminando hacia el sonido del río sin dejar de girarme, desesperado, con la sensación de que podría atacarme en cualquier momento y la vaga esperanza de que si esa fuera su intención lo habría hecho ya. Quería creer incluso ¿por qué no?, que tal vez me escoltaba o protegía.
No sé cuánto rato estuve caminando sin seguir más dirección que el sonido. Espoleado por el pánico que me provocaba el acecho de la criatura llegué al río y encontré algo sorprendente.
Junto a la orilla, cerca de donde salí de la espesura, estaba la torre gótica del puente de Carlos, la magnífica puerta que se alza en el lado de la Ciudad Vieja de Praga. Imponente, negra, desgastada, viva. Me acerqué a la entrada y pude ver a través de ella el puente y sus fantasmagóricas estatuas barrocas ennegrecidas por el tiempo. Toqué la piedra y excitado sentí que ese lugar tenía algo mío, o más bien yo algo suyo y que más allá del umbral me aguardaba lo más terrible, lo más hermoso... o ambas cosas.
Desde allí no divisaba bien el final del puente, pero en el horizonte al otro lado del río se alzaba la colina del castillo en la que destacaba la majestuosa silueta de la catedral de San Vito.
Aliviado en parte por abandonar el bosque me adentré bajo el arco de la puerta y comencé a caminar. Las estatuas también parecían mucho más desgastadas que como yo las recordaba, e incluso algunas faltaban de su pedestal. Las contemplé mirando a uno y otro lado, sintiendo casi cómo respiraban cuando percibí una presencia mucho más fuerte que esperaba de pie bajo la salida del puente en la otra orilla.
Paré un momento tratando de distinguirla mejor, pero estaba muy oscuro y demasiado lejos. No había ninguna luz en la ciudad tras aquella salida y me pareció que las casas estaban en ruinas. Giré para comprobar si tras de mí podía ver ahora la Ciudad Vieja, pero allí seguía aquel bosque. Y en la puerta que acababa de atravesar se detuvo el lobo negro y supe que no me permitiría volver sobre mis pasos.
Entonces la figura del otro lado comenzó a andar hacia mí. Decidí seguir la marcha pero instintivamente mi paso se hizo más lento. No podía ver su rostro. Era una figura alta y encapuchada, con las manos escondidas dentro de sus negros ropajes. De esto sólo me consoló el hecho de que no llevara una guadaña, pero mi pequeño chiste privado se esfumó cuando sentí que en su naturaleza parecía estar el haberla llevado.
Me detuve y la figura siguió caminando hasta quedar a no más de tres palmos de mi cara. Entonces echó hacia atrás su capucha y vi el rostro de una mujer. Que no era humana era evidente. Su piel era muy blanca, algo enrojecida alrededor de sus brillantes y enormes ojos oscuros, como si hubiera estado llorando. Su pelo largo, liso y negro cayó sobre sus hombros. Lo terrible y lo hermoso que había sentido a la entrada del puente manaba de ella, sin duda. Entonces esbozó una sonrisa inhumana y un cálido aliento que transportaba una cálida voz me dijo:
- Saludos Pola - la sonrisa se esfumó de repente y con un tono ligeramente severo prosiguió -, ¿sabes a dónde vas?
- Sigo mi camino - contesté inquieto.
- Tu camino - volvió a sonreír -. ¿Tu camino hacia dónde?
- Hacia el centro del Alma - dije mirándola inquisitivo.
Ella abrió más los ojos al igual que su sonrisa y con un tono próximo a una canción comentó:
- puede que ya estés cerca.
Levantó lentamente su mano y acarició mi cara observándome con atención. Su tacto también era cálido.
- ¿Quién eres? - le pregunté entonces.
- Soy tu daena - me respondió con una mueca aún más extraña.
Todas las fibras de mi ser me decían que aquello no era cierto.
- No me reconozco en ti - le contesté tras meditar la respuesta.
- ¿Estás seguro? ¡Mírame bien! - dijo abandonando el tono dulce de su voz -. Soy el perro que vive de tus entrañas, el que aúlla en tu interior. Acompáñame, ¡ven conmigo al bosque!
Todos mis músculos se tensaron al oír su nueva voz.
- ¿Qué me espera allí? - le pregunté.
- Allí está la felicidad, el placer, la alegría. Allí te librarás del invierno - dijo recuperando su tono dulce mientras se aproximaba y volvía a acariciarme.
- ¿Qué invierno hay en mí? - pregunté.
- El invierno de los demás - contestó tajante. Después se acercó hasta abrazarse a mí y me susurró al oído - Serás libre Pola, podrás ser todo lo que quieras al fin. Es lo que deseas. Te conozco.
Miré de nuevo hacia delante y vi las fantasmagóricas siluetas de la ciudad y el castillo. Entonces le pregunté:
- ¿Qué hay al otro lado?
- No debes ir hasta la otra orilla - me contestó mientras me abrazaba con más fuerza -. Allí está él; te convertirá en piedra, como a los demás.
Vino a mi mente entonces la extraña roca vigilante que había visto en el camino.
- ¿Él? ¿Quién es él? - pregunté. Pero no obtuve respuesta.
Sentí como sus dedos apretaban con fuerza mi cintura y mi espalda y su contacto comenzó a dejar de ser cálido. Supe que si seguía a aquel espectro surgido de las moradas de la noche me llevaría al final de un camino del que ya no podría volver sobre mis pasos. Sentí que se escapaba mi fuerza y que el viento volvía a soplar helado a nuestro alrededor mientras me embargaba la náusea.
- Quiero ir al otro lado - le dije con un hilo de voz -. El bosque me esperará.
Entonces ella se separó dejándome exhausto y temblando. Sonrió siniestramente y asintiendo con la cabeza dijo:
- El bosque te espera.
Después, dando unos pasos hacia atrás, volvió a cubrirse con la capucha y flotando en el viento como una nube de vapor pesado se alejó mientras su contornos se desdibujaban confundiéndose con la oscuridad de la noche.
Haciendo acopio de mis últimas fuerzas corrí entonces hacia el final del puente, pero la debilidad de mis piernas y un fuerte mareo hicieron que cayera de rodillas. Respirando con dificultad levanté la vista; frente a mí estaba una de las estatuas del puente que más me intrigaba de niño, pues en su base había representada una prisión en la que se lamentaban tres hombres bajo la atenta vigilancia de un perro.
Me levanté y despacio llegué al fin hasta la otra orilla. Más allá de su umbral se abría ante mí una ciudad en ruinas que parecía desierta. Totalmente agotado lo crucé sin poder evitar pensar que tal vez estaba perdido y que siempre es posible que existan destinos peores que la muerte.


 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.