La noche anterior a mi partida hacia Etiopía estuve despidiéndome de Olympia. Ella siempre alienta mis búsquedas, tanto con sus palabras como con su mera compañía, perfecto ejemplo de una forma de presencia en el mundo que puede ser alcanzada. De madrugada, cuando tuve que levantarme para ir al aeropuerto no la desperté, pero le dejé sobre la mesita una nota con mis intenciones. Ella las conocía a la perfección pero quise que llevara ese papel consigo cuando se marchara al cabo de unos días a Grecia a pasar la navidad con su familia. Más o menos decía así:
"Marcho en busca de Hurqalya, el mundo de las ciudades de esmeralda.
Decir dónde no tiene sentido porque allí el dónde reside en el alma.
Es el Oriente donde encontraré mi Guía de luz, mi Naturaleza Perfecta.
Ante nuestra presencia mutua experimentaré la eternidad
y mi ángel me dirá: yo soy tu daena."
La besé con cuidado y me marché.
No había vuelto a hablar con el profesor Mengistu pero una ayudante suya, una chica llamada Mariam, me explicó por teléfono que debido a unas investigaciones de campo el profesor no podría atenderme hasta el veintidós, día en que podríamos vernos en su despacho de la universidad. Me gustó la idea de tener un par de días para vagar por mi cuenta. Quería visitar el lago Tana, la fuente del Nilo azul al que confluyen más de cincuenta cursos de agua y donde se encuentran las cataratas de Tis Issat, con una caída de más de cuarenta y cinco metros y una anchura de cuatrocientos en la época de lluvias. En el lago hay decenas de islas con antiguos monasterios y tumbas de emperadores. Era un paisaje que imaginaba increíble a mil ochocientos metros sobre el nivel del mar, con una flora y una fauna diferente a todo cuanto había visto y pescadores que navegan en sus tankwas, embarcaciones hechas de papiro trenzado según una tradición de siglos.
En lugar de instalarme en la ciudad de Gondar cogí un autobús hasta Bahir Dar, la capital de la región que se encuentra en la orilla sur del lago Tana. Desde allí preparé mi visita al lago. Pensé que tendría tiempo más adelante de visitar Gondar, llamada la Camelot de África debido a los castillos que los portugueses construyeron allí en la ciudadela de Fasil Ghebi durante el siglo XVII.
Tal como imaginaba el paisaje del lago me resultó sobrecogedor. Está impregnado con un aura de verdadera antigüedad y sacralidad, un lugar arcaico que te transporta al hogar de tus antepasados más lejanos. Algo en África te hace sentir que has vuelto a casa, que te encuentras en un mundo antiguo y formidable en el que el tiempo no transcurre de igual manera, o más bien en un lugar que permite que comprendas que el tiempo no transcurre en absoluto.
Esta sensación se fue depositando en mí conforme el sol iba cruzando el cielo. Era el sol del solsticio, aquí mucho más brillante y formando un arco más alto que en París. Este es el momento frágil del ciclo, el día más corto que ha preocupado desde siempre a tantas culturas diferentes. Algunos prendían hogueras para darle fuerzas al sol, otros entendían que era un momento análogo al inicio de la creación y durante los días siguientes realizaban los ritos con los que otorgar realidad a los doce meses por venir, colaborando con los dioses para evitar el triunfo de la oscuridad y del caos. Por esto mismo es el momento que marca el día del nacimiento de Mitra o de Jesucristo, avatares de la divina luz.
Allí en el lago, esa luz se descomponía en el arco iris al atravesar las pequeñas gotas que llenaban el aire por efecto de la caída en las cataratas y componía un símbolo en suspensión del origen común de toda manifestación.
Pasé todo el día en torno al lago Tana. Tuve ocasión de "charlar" con un pescador (él en amárico y yo en checo), mientras compartíamos agua y comida y nos fumamos un cigarro bajo la sombra de un árbol. Había multitud de especies de pájaros que no supe identificar y otras que sí, como bandadas y bandadas de pelícanos. Y creo que unas mujeres me alertaron para que llevara cuidado con los hipopótamos, aunque no llegué a ver ninguno.
Cuando el sol descendió sobre el lago se incendiaron tanto el agua como las verdes islas, tiñéndose de un dorado intenso. Poco a poco se fueron convirtiendo en oscuras siluetas que parecían los lomos de gigantescos dragones. Cuando empezaron a distinguirse las primeras estrellas supe que quería pasar allí toda la noche y contemplar el cielo girar sobre su eje tal como había estado siguiendo el camino diurno del sol.
Y allí me quedé, contemplando la danza del cielo en torno a la estrella Polar. Entonces fui comprendiendo que las sensaciones acumuladas de todo el día se concretaban en una especie de certeza: aquel amanecer sería diferente a todos los que hubiera visto hasta ahora; un sol nuevo, renacido sobre una tierra sagrada, emergería del agua terrestre y celeste, pues es el espejo en el que el cielo se contempla, nuevo, eterno y lleno de señales.
Esta sensación fue creciendo y creciendo en mi interior hasta que con los primeros rayos del sol todo cambió y se volvió incandescente; el cielo, el horizonte, el agua, la tierra, mi alma. Sentí como si hubiera estado dormido y Ella hubiera velado mi sueño como una madre atenta. Al abrir los ojos comprendí que lo que contemplaba en aquel paisaje glorioso era su rostro, y el Ángel de la Tierra me sonrió alegre al ver que había despertado. Acarició mi pelo con sus dedos de viento fresco y susurrándome al oído me mostró un sendero que parecía conducir hasta un árbol lejano. No sé si Ella o mis propias piernas me levantaron del suelo y me pusieron en camino.
Pero aquel amanecer ante aquel mundo transfigurado no me encontraba solo.
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