martes, 4 de septiembre de 2007

El cazador maldito

"Aquel a quien los dioses quieren destruir,
primero lo vuelven loco."
Eurípides.

Después del gratificante baño y tras vestirme con las elegantes ropas que me proporcionó, seguí a Stibor de nuevo por aquel inquietante pasillo. Esta vez caminamos sin detenernos y llegamos directamente a la estancia donde Hlinka y la cena me esperaban. El chico paró frente a la puerta, abrió una de sus hojas y me hizo un gesto para que entrara.
La sala estaba caldeada por el fuego de una enorme chimenea en la que casi podía entrar un hombre de pie e iluminada además por multitud de candelabros. A través de los altos ventanales podía verse que a estas alturas la lluvia se había convertido en tormenta. El centro estaba ocupado por una recia mesa que, aunque podía albergar al menos una veintena de comensales, se veía preparada sólo para uno. Al fondo, de pie, con una copa de vino en la mano, Hlinka parecía absorto escuchando la música de un cuarteto de cuerda. Busqué con la mirada y aunque no pude ver a nadie, distinguí las débiles sombras que aquellos músicos invisibles proyectaban sobre los muros. Cuando mi anfitrión percibió mi presencia, con un leve movimiento de su mano la música cesó, la luz de las velas aumentó de intensidad e hizo desaparecer las extrañas sombras, a pesar de lo cual el ambiente no dejó de ser un tanto fantasmagórico.
Desde luego el resultado era un perturbador y teatral efecto. La mirada de Hlinka fija sobre mí analizaba sin disimulo cada una de mis reacciones y yo, un tanto a la defensiva, traté de mostrar el menor número de emociones posible. Esperaba que tantas horas de jugar al póquer sirvieran ahora de algo; y sirvieron, pero sólo para que comprendiera que Hlinka tenía muy claro que mi aparente frialdad ante su magia no era más que un miserable farol.
- Adelante muchacho - dijo mientras colocaba su mano sobre el respaldo de la silla que me había asignado -. Permíteme que te acompañe mientras acabas de reponer tus fuerzas y disculpa que yo ya haya cenado.
Me acerqué y él se sentó a mi lado en la silla que presidía la mesa.
- Stibor es un buen cocinero - comentó -, pero si alguna cosa no fuera de tu agrado no debes dudar en decirlo.
- En absoluto - contesté -, todo tiene muy buen aspecto, gracias.
Llegado ese momento mi hambre era tal que no hubiera rechazado ningún alimento, aunque mi comentario fue totalmente sincero; aquello era un banquete de sopa, carne de caza acompañada con patatas y otras verduras, una gran hogaza de pan que olía a gloria y más allá una fuente de plata repleta de uvas.
Entonces Hlinka apuró el vino y dijo:
- ¡Vamos!, llena nuestras copas, mi pequeño Ganimedes - se dirigió a Stibor -. Debemos alentar la locuacidad de nuestro invitado. Parece un tanto tímido.
El chico se acercó a servirnos y observé como Hlinka lo miraba. Si aquel muchacho era su Ganimedes, supuse que reservaba para sí el papel de Zeus en aquel Olimpo sombrío en el que Stibor no sólo permanecía contra su voluntad, como sabía por la pregunta que había hecho al espejo y el temor que mostraba, sino que al igual que el joven troyano, tal vez hubiera llegado aquí secuestrado por el águila a la que ahora debía servir. Y el brillo de los oscuros ojos de Hlinka a la luz de las velas, un tanto vidriosos quizá por el vino, acompañaban a la perfección su sonrisa de depredador cuando desvió su atención hacia mí. Yo sonreí y aguanté su mirada dispuesto a no permitir que me hiciera pensar que leía mis pensamientos nunca más.
- ¡Salud! - dijo alzando su copa.
- ¡Salud! - respondí cortés.

Tras la cena nos sentamos cerca del fuego. Stibor llenó nuestras copas y abandonó la sala. Sólo entonces me pidió Hlinka que comenzara el relato de mi viaje.
No le conté con detalle qué andaba buscando, sólo que seguía el mensaje que recibí en un sueño. Y en cuanto al camino que había seguido hasta aquí, comencé hablándole directamente del bosque y de la noche anterior. Narraba con calma para darme tiempo a pensar y no nombrar aquellas cosas que no quería compartir, pero él detectaba fácilmente las omisiones y hacía preguntas muy precisas. Cuando describí mi encuentro con el lobo se acrecentó aún más su interés e hizo multitud de preguntas sobre todo tipo de detalles: dónde lo había visto; cuánto tiempo me siguió; qué había sentido al verlo; por qué pensaba que no me había atacado; dónde se detuvo la persecución; ¿parecía herido? Después narré mi encuentro en el puente con aquella dama siniestra, evitando dar detalles sobre nuestra conversación. Hlinka ya no preguntó nada más hasta que acabé mi explicación contándole que Stibor me había encontrado dormido en una sala del palacio de Valdstejn.
Era difícil saber qué pensaba de todo aquello, pero obviamente la información que le di le resultó interesante. Estuvo muy callado unos minutos, meditando mientras observaba el fuego.
- Eres hábil o afortunado - dijo rompiendo el silencio -. Yo diría afortunado a juzgar por tu narración, pero en todo caso creo que la bestia ha cometido un error al dejarte con vida.
- ¿Un error? - pregunté intrigado.
- El hado te ha traído hasta mí y yo soy quien librará al bosque de esa alimaña sanguinaria - sonaba apasionado y el fuego parecía responder a su efusividad crepitando con fuerza -. Una vez estuvo a punto de matarme y lo habría hecho si yo no hubiera dispuesto de mis artes.
Entonces se levantó decidido y en su rostro se formó la sonrisa más terrible que me había mostrado hasta el momento.
- Acompáñame y te enseñaré el lugar de honor reservado en mi pared para la cabeza de ese monstruo.
Me levanté y le seguí hasta una pequeña puerta lateral. Hlinka tomó un candelabro y comenzó a andar por un pasillo que desembocó en una angosta escalera de caracol. Mientras ascendíamos por aquella torre me dijo:
- Y no te preocupes por el espectro que te atacó en el puente; te quedarás junto a mí y yo te enseñaré a someter a la misma noche.
- No estoy seguro de que su intención fuera atacarme - comenté dubitativo. Recordaba con claridad el temor que me provocaba aquella mujer.
- ¡No seas necio! - contestó tajante -, sólo se rió de ti y si no te mató allí mismo y te robó toda tu esencia fue porque espera reencontrarse contigo más adelante. Mientras habitará tus pesadillas para hacerte suyo - se detuvo en las escaleras y se volvió mirándome a los ojos -. Conmigo aprenderás a liberarte de ella. Pronto ambos podremos caminar por el bosque a nuestro antojo.
Dicho esto prosiguió la marcha hasta que traspasamos una puerta que debía estar en la cima. Podía escuchar la lluvia golpear fuerte contra el techo. Las velas alumbraron una sala circular repleta de todo tipo de armas antiguas y trofeos de caza. Un espectáculo de lo más espeluznante. Pude ver cabezas de ciervos, de jabalíes, de gamos. Habían multitud de aves diferentes, zorros, liebres, serpientes, urnas de cristal repletas de insectos y mariposas y bajo una zona vacía de la pared, un atril con un libro abierto por la preciosa ilustración medieval de un lobo. Hlinka me cedió el candelabro, se acercó al atril y contempló la página atentamente:
- Esa criatura orgullosa cree reírse de mí; yo colgaré su sonrisa en mi muro y me reflejaré victorioso en sus ojos cada día.
Después deambuló largo rato por la estancia totalmente absorto. Se recreaba embelesado en cada línea, pluma o pelaje de cada animal, forma maravillosa que poseía plenamente una vez fija, clavada y despojada de cualquier posibilidad de contradecir su voluntad. Un dios artificial en un anti-edén de artificio, embriagado de belleza capturada y sometida, como la de sus trofeos de caza; como la de Stibor.
Cuando hubo terminado pareció volver en sí, salió de la sala tomando de nuevo el candelabro y yo le seguí en silencio de vuelta a la estancia en la que habíamos cenado.
- Retírate ahora - dijo poniendo su mano sobre mi hombro -. Continuaremos nuestra charla en otro momento.
Me pareció que repentinamente su rostro mostraba un profundo cansancio. Le di las buenas noches, contestó con un leve gesto y volvió a sentarse junto al fuego.
Tras la puerta de la sala Stibor me esperaba. Una vez en mi habitación vi que había traído más ropas, una bonita jarra con agua y una copa.
- Señor, si no me necesitáis más me retiraré - dijo mientras se dirigía a la salida.
- Sí gracias Stibor, descansa.
Pero antes de salir por la puerta paró un momento, se giró, y mirándome a los ojos con una sonrisa cómplice dijo en voz baja:
- Jirí.
- Cierto, buenas noches Jirí - contesté.

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