lunes, 8 de junio de 2009

La casa del diablo

“Satanás se burla de todas tus amenazas. Lo que le espanta es ver una luz en tu corazón.”
Dicho sufí


Hay un lugar sobre el que me propuse escribir muchas veces, un deber autoimpuesto que siempre he acabado relegando. Mi pobre talento poético se convierte en este caso en una bendición pues no habría nada peor que trasmitir lo que allí se siente a alguien que ha tenido la fortuna de no visitarlo jamás.

La forma en que solemos referirnos a ese sitio aquellos de mis compañeros que lo hemos visto suele ser “la casa de Eugen”, expresión aparentemente inocua con la que nos proponemos no evocar nada de lo que allí vivenciamos. La intención sin embargo es totalmente inútil porque la huella que deja en ti ese lugar una vez que él ha tenido la “gentileza” de mostrártelo queda marcada con el fuego que parece haberlo arrasado por completo.
A veces los encuentros con Eugen no te llevan hasta allí, sino que se presenta como un transeúnte más y se sienta a hablar contigo en el banco de algún parque. Pero ese lugar le acompaña siempre y con él el temor que sientes de extraviarte en su interior para no volver. Sólo llegar a intuirlo -aún como el más leve destello-, te paraliza ante el horror de imaginar que en cualquier momento sus puertas se abrirán, pues sólo está un pestañeo más allá, en el rincón que no queremos ver y que acecha desde el rabillo del ojo.

Hay en ese lugar una edificación monstruosa sobre una colina tras la cual se oculta el sol. La cima de sus muchas torres suele perderse tras la ceniza, su cúpula está hundida y el contraluz intensifica aún más la negrura de sus muros. No se debe su color a un mármol negro y brillante o a alguna piedra oscura, sino que es un negro opaco, baldío, como si hubiera sufrido un gran incendio y las cenizas que perpetuamente cubren el cielo fueran las de aquello que sucumbió arrasado en su interior. Yo jamás lo contemplé más que de lejos, pero aún así me pareció que venía de él un rumor que me produjo gran espanto e hizo que me esforzara por no escuchar. Sin embargo conozco a alguien que penetró una vez allí y casi perdió la cordura. Mi amiga Marion me habló -sumida en un profundo delirio- de un templo sin estatuas, sin pinturas, sin cirios ni ventanas y donde resuena la música más atroz: el eco del vacío donde la mente desespera. Sólo le salvó del vértigo absoluto algo que contempló en el suelo: un inmenso laberinto, como los trazados en el pavimento de algunas catedrales, en el que vio encerrada una serpiente.

Eugen, observando mi gesto de terror ante la mera posibilidad de vivir semejante incursión puso la mano sobre mi hombro para preguntarme una vez:

-¿Te horroriza? -su rostro aparentaba una sarcástica extrañeza-, ¿en verdad tanto te asusta? Pues has de saber que yo no erigí ese lugar: vosotros me habéis encadenado a él.

Y después suavizando el tono añadió algo que suele repetirme:

-¡Vamos Pola, deja de temerme! Yo puedo llevarte más allá de lo que nunca imaginaste.

Si el encuentro se produce en aquel temible lugar tu mirada desespera y huye del suelo tratando de refugiarse en el cielo. Pero allí sólo encuentras el perpetuo crepúsculo cubierto de cenizas que, pese a su perenne apariencia, no te otorga la bendición de transportarte más allá del tiempo, sino que el peso de cada segundo te abate con una angustia indescriptible a pesar de lo cual tienes la sensación de que todo ese horror llega hasta ti absolutamente atenuado. Mientras, Eugen parece estar sumido por completo en él.
Una vez que me vio alzar la vista me dijo sonriendo:

-¿Qué estás esperando, Pola?, ¿que aparezca tu “Virgilio”?, ¿acaso que las nubes se retiren y puedas distiguir en este cielo alguna estrella? Harías mejor en meditar si tu guía aquí no habré de ser yo.

¡Oh, embustero!, ¡qué bien mientes con verdades! Qué difícil se hace entender que lo que dices es cierto, pero sólo a ras del suelo. En la periferia todo gira, surge y se desvanece, y libertad parece el poder de escoger entre opciones, posibilidades viciadas de origen, efímeras, huérfanas sin raíces. La verdadera libertad no es otra que Ser, cumplir aquello que es pura necesidad, para lo que estamos llamados y que tan bien ocultan tus elaborados juegos de espejos. Necesidad enturbiada por contingencias que sólo funcionan si estamos ciegos. Pero nuestra ceguera es tu misión.

La tarde de nuestro encuentro en el parque la gente pasaba frente a nosotros totalmente inconsciente de su presencia. Cuando él me sorprendió observándolos, adivinó mis pensamientos y dijo:

-no los tengas por afortunados porque no puedan verme; ellos también me conocen pues me presento en su vida bajo formas infinitas. Pero tú has comenzado a abrir los ojos y ahora puedes reconocerme con este mi rostro que es como el tuyo.
 
Creative Commons License
Esta obra está bajo una licencia de Creative Commons.