martes, 9 de septiembre de 2008

El filo y el dragón

Para Martín

"¡No me golpees más, porque tú eres ahora el que yo era!"
Satapatha Brâhmana (I, 6, 3)

"La oscuridad no puede rechazarse en nombre de la luz porque todo contiene a su opuesto."
Peter Kingsley

Acompañar a Rémi a través de la tupida arboleda, a la luz de la luna y sin saber para qué me había hecho llamar su maestro, no hacía más que espolear mi curiosidad. Había oído contar a Gabrielle muchas veces que en el Bois de Boulogne (el inmenso pulmón verde que conserva París en su lado oeste), los llamados “piel de lobo” tienen por costumbre reunirse, tratar sus asuntos y narrar todo tipo de historias impresionantes: hazañas de sus predecesores, leyendas de gestas fantásticas, antiguas odas que no se registraron en ningún libro, poemas épicos y todo tipo de relatos asombrosos que alternan de la forma más natural con las últimas noticias de lo que acontece en la ciudad. Pero dado su sagrado cometido, estas noticias están muy lejos de lo común, cubriendo el espectro de lo que muy pocos pueden entender y aún menos pueden ver. Así de especial es la misión que les es encomendada desde que reciben la llamada y son iniciados, pues mantienen un trato continuo -que en ocasiones llega al enfrentamiento- con todo tipo de dáimones, espíritus y seres feéricos que, como bien saben, aún se mueven por los bosques y ciudades. Atesoran su tradición, buscan comprender la verdadera profundidad del mundo y tratan de discernir la complejidad y riqueza del entramado de sus influencias. Intentar mantener luego todo en su apropiado equilibrio es el delicado arte al que consagran su existencia.

Cuando alcanzamos nuestro destino (tras un camino que me veo incapaz de volver a encontrar por mí mismo), Rémi se detuvo:
-ya c-casi estamos - explicó con su leve tartamudeo mientras señalaba en dirección a un pequeño montículo-. Sólo tienes que pasar al otro lado.
-¿No me acompañas?- pregunté.
-No Pola. Hoy el viejo quiere hablar contigo a solas.
Al ver mi gesto arqueó las cejas y encogió levemente los hombros para indicar que tampoco conocía el porqué de mi visita.
-Bien, pues gracias por guiarme. Espero que estés por aquí para llevarme de vuelta…
-Sí claro, no te preocupes –sonrió divertido-. Te esperaré “Caperucita” –y cuando estaba a punto de marcharse preguntó-: ¡Ah!, ¿te has acordado de traerle tabaco?
Contesté dando golpecitos al bolsillo de mi abrigo.
-Bien, me quedo por aquí. Cuando terminéis avísame-. Y desapareció de mi vista tras unos arbustos.
Una vez conoces su naturaleza te parece increíble no haberte percatado antes de quién es Rémi, tal es la viveza animal de sus ojos, la agilidad de sus movimientos y lo indomable de la maraña de su pelo; el valiente loup-garou que no cambiaría su peligroso destino por nada del mundo aunque sólo es un muchacho.

A pesar de que ya me había encontrado en otras ocasiones con el anciano, era la primera vez que nos veíamos en aquel lugar. Para ellos es mucho más que un recóndito escondrijo en lo más tupido del bosque, es el enclave apropiado para realizar sus ritos -cualesquiera que sean-, de modo que comprendía la confianza que depositaba en mí y el honor que suponía ser invitado a un sitio como éste. Y una vez le queda claro que entiendes esto -así como el valor de mantener el secreto-, las formalidades y el protocolo están de más con el viejo. Así que tuvimos una amigable charla (eso sí, aunque sentados a la intemperie, no faltó un vino decente), en la que se preocupó muy seriamente de cómo les va a mis compañeros y cómo marcha todo por la Torre. Sé que no tenemos muchos secretos para él, es un gran aliado y es mucho mejor por lo general compartir mutuamente lo que averiguamos, pero hay cosas de las que preferí no hablar. Y aunque al principio pensé que eran imaginaciones mías o tal vez mi propia obsesión por Eugen lo que hacía que las conversaciones parecieran derivar hacia su persona, pronto acabé pensando que tal vez era la aguda astucia del viejo como conversador la que hacía aflorar mis más profundas preocupaciones, aún con mi premeditada decisión de no hablarle de él. O tal vez lo que consigue hacer aflorar es precisamente aquello que más quieres ocultar.
Ahora creo que mis sospechas quedaron confirmadas, pues cuando pensé que finalmente había conseguido eludir el tema y estaba a punto de despedirme dijo:
-aguarda un poco más, joven Pola. Ya que eres tú quien me acompaña esta noche, antes de marchar escucha el relato que recordé para ti.
Pareció divertirle verme tan intrigado. Sin embargo ya no me hizo esperar más y en cuanto me senté de nuevo junto a él me contó esta historia:

Todo el empeño de aquel hombre valeroso se volcó durante largo tiempo en preparar la contienda; ¿para qué otra cosa sino había nacido?, solía repetirse. Por ello viajó sin descanso en busca de los lugares que creyó apropiados para alcanzar su propósito. Estos eran las colinas que una vez estuvieron consagradas a Belenus, a Apolo y tiempo más tarde a San Miguel: los oteros del Sol. Los encontraba siguiendo las leyendas y la guía en que se había convertido -tras haber desentrañado su misterio-, el vuelo de los cuervos. Y si era en verdad digno de ello, supo que en uno de aquellos lugares obtendría el filo definitivo. Debía ser realmente letal, penetrante y luminoso, aquel que haría mella y heriría de muerte a la más tupida oscuridad.

Para forjarlo recreaba en su mente todas y cada una de las cualidades de su adversario, y quiso adecuar cada detalle del arma a su forma monstruosa. Así, lentamente, fue labrando el metal en la fragua de su voluntad. Después lo afiló con las piedras que halló en aquellas cumbres consagradas.

Cuando creyó terminada la tarea regresó a su tierra sabiendo dónde esperar al enemigo. Montó guardia en el antiguo enclave sagrado, apostado junto a la roca que fue colocada cerca del acantilado en un tiempo olvidado. Aunque se encontraba rodeada de un círculo de antorchas que aún se encendían cada atardecer ya nadie salvo él se atrevía a traspasarlo; al acercarse a la piedra su luz crepitante le mostró las profundas marcas que una vez dejara la zarpa de la bestia.
Y en aquel silencioso lugar, temeroso pero absolutamente entregado, esperó.

En cuanto al combate en sí poco pudo después recordar: su inquebrantable decisión, el aliento de la muerte, la responsabilidad de ser quien sometiera al oscuro rostro del miedo, su forma viscosa y vil confundida con las sombras y la extraña sensación agridulce que le dejó la victoria, difícil de comprender a no ser tal vez por el terrible cansancio, el dolor de las heridas y el frío penetrante del amanecer.

Pero este turbador sentimiento le acompañó durante el camino de regreso hasta la aldea. Al llegar quiso pensar en lo reconfortante que sería al fin poder caldearse junto al fuego de la taberna, la anhelada compañía de los otros, pero la inquietud no hizo más que crecer y al abrir la puerta fue recibido por un sobrecogedor y prolongado silencio. Éste quedó roto repentinamente por los pasos del más anciano, el único hombre que se atrevió a acercársele. Entonces, con el tono severo de un padre que reprocha a su hijo las locuras propias de la juventud, le dijo:

-¿Qué has hecho para acabar con el dragón? Ahora todos te temen.

Más tarde, a medida que se adentraba en el bosque, decidió enterrar su arma junto a las raíces de los árboles. Y mientras rendía aquello que pensó definitivo, al fin entendió, abatido, cuan ingenuo fue al no haber comprendido que toda espada al ser forjada es un arma de doble filo.

San Jorge y el dragón, Vittore Carpaccio.
 
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