miércoles, 29 de agosto de 2007

La morada sombría de Maxmilian Hlinka

En el mismo instante en que traspasamos la entrada de la muralla una poderosa intuición me dijo que aquello era una barrera en más de un sentido. Intrigado, me detuve a observar el patrón que formaban las gotas de lluvia al golpear contra el umbral, y su ritmo y sus dibujos delataron que aquella puerta no podía ser cruzada libremente; al menos no impunemente. Respirando hondo me recordé a mí mismo que era yo y sólo yo quien me había traído hasta aquí y seguí a Stibor que me guiaba en silencio.
Fue entonces cuando junto al murmullo constante de la lluvia el viento trajo una melancólica melodía de violín. Parecía provenir de nuestra derecha, más allá del muro que nos separaba de la callejuela del oro. Stibor se detuvo y miró en dirección a la música con rostro sereno. A mí se me antojaba uno de los sonidos más tristes que había escuchado nunca y viendo mi gesto de curiosidad, como si estuviéramos en una sala de conciertos e intentara no importunar al interprete, me explicó en voz baja:
- es el violín de Dalibor de Kozojedy - susurró -, que en los días de lluvia parece particularmente inspirado. No debéis deteneros demasiado a escucharlo o su melancolía se apoderará de vos.
Conocía la historia de aquel hombre. Adosada a la muralla que encierra el castillo hay una torre redonda llamada Daliborká en honor de su primer huésped, el caballero Dalibor. Fue encerrado en ella por apoyar una rebelión campesina. Sus carceleros le entregaron un violín, que el prisionero no sabía tocar, para que se ganara su sustento con él. Cuenta la leyenda que la necesidad hizo que acabara tocando tan bien que los praguenses subían a escucharle y dejarle alimentos en un cesto que bajaba con una cuerda. Finalmente fue sentenciado a muerte en 1498, pero esto no parecía ser un impedimento para que en este lugar su violín siguiera sonando emocionado, como dando las gracias a todos aquellos que se apiadaron de él.
Cuando reiniciamos la caminata me fui dando cuenta de que éste no era exactamente el castillo que yo recordaba. Me pareció que debía ser anterior a la restauración que en el siglo XVIII le dio a todo el conjunto un aire barroco, ya que los palacios eran de estilo gótico o renacentista y al llegar a la plaza Jirské vi que la fachada de la iglesia románica de San Jorge debía ser también la original del siglo X. De esta manera el conjunto resultaba menos rotundo y monótono y más mágico, aunque como si de una fuerte estática se tratara, un sentimiento de decadencia y cierta pesadez agónica parecía haberse apoderado de los edificios oscurecidos por la lluvia.
Así, tras caminar junto a los muros de la catedral de San Vito, terminamos deteniéndonos frente a la entrada del antiguo palacio real. Stibor abrió sus puertas y entramos en la sala Vladislav, la preciosa e inmensa estancia en cuya bóveda las nervaduras se entrelazan subiendo desde las columnas como si hubieran crecido de forma natural. Es tan amplia que en ella no sólo se celebraban banquetes y reuniones, sino incluso torneos cuando el clima así lo requería. Ahora estaba totalmente vacía, y desde los ventanales que quedaban a nuestra derecha se tenía una magnífica vista de esta parte de la ciudad, del bosque y del río.

Tras cruzar la puerta del fondo subimos una escalera que conducía a diferentes estancias, todas cerradas, hasta que nos detuvimos frente a la entrada de una de ellas. Stibor respiró hondo, enderezó su postura y llamó con los nudillos. Después abrió la puerta sólo un poco, por lo que en principio apenas pude ver como la tenue luz del exterior iluminaba un muro vacío donde aún podían distinguirse las marcas de unos cuadros que habían sido retirados y parte de una bóveda casi tan bonita como la de la sala de los torneos.
- Disculpad mi señor - habló asomándose al interior-, os traigo a Frantisek Pola, un caballero que afirma haber cruzado el bosque esta noche.
- Hazle pasar - escuché que decía una voz pausada -, y déjanos solos por ahora - prosiguió-. Nuestro invitado debe estar mojado, sucio y hambriento. Prepárale un baño y algo de cena.
- En seguida mi señor.
Hizo una ligera reverencia y abrió la puerta por completo apartándose para dejarme pasar. Reconocí la sala. Era aquella en la que se encuentra el trono del rey, junto a él el sitial del arzobispo y frente a ellos el banco de los señores y caballeros. En esta sala el banco estaba ausente aunque al fondo frente a mí sí pude ver el sitial y el trono. El primero estaba vacío y en el segundo había sentado un hombre alto y delgado. Vestía ropajes oscuros y solemnes cuyo estilo no sabía identificar. Su pelo era negro, algo canoso sobre la frente y las sienes y casi le llegaba a los hombros. Tenía cerca de cincuenta años, un rostro muy particular con ojos pequeños y oscuros pero de gran viveza y una nariz grande, ligeramente aguileña y algo torcida, tal vez por algún fuerte golpe. Sus labios eran finos y su barbilla afilada. Allí sentado en el trono, a pesar de la quietud de su pose, mostraba cierta tensión en sus miembros y en su gesto, como los de un gato que aunque está reposando es capaz de saltar en cualquier momento. Me miraba fijamente sin ningún disimulo sobre su curiosidad hacia mí, con una sonrisa apenas insinuada. Me quedé quieto en el umbral hasta que hizo un gesto con la mano para que me acercara:
- Entra y cierra Frantisek - dijo con su voz profunda y tono pausado.
Obedecí y caminé despacio hasta quedar frente a él saludándole con un ligero movimiento de cabeza. Al fin parpadeó y me ofreció su larga mano adornada con varios anillos:
- Me llamo Maxmilian Hlinka. Bienvenido a mi casa.
Tomé su mano con la mía sin saber muy bien con que gesto acompañar el saludo. A él pareció divertirle mi torpeza y comprendí que poco o nada escapaba a su aguda atención.
- De acuerdo - dijo mientras se incorporaba -, espero que aceptes mi hospitalidad y tengas a bien compartir conmigo esta noche, durante la cena, el seguro interesante relato de tu camino hasta aquí.
- Así lo haré, gracias - contesté tratando de no parecer cohibido.
Se acercó a un candelabro que había junto al muro y con una vela encendida comenzó a prender el resto. En el exterior empezaba a oscurecer y la lluvia continuaba cayendo contra las ventanas, ahora con más fuerza. Hlinka fue encendiendo con parsimonia otros dos candelabros. Cuando terminó la luz del exterior casi se había extinguido y las velas eran la única iluminación. Observé como la luz ondulante del fuego alumbraba su perfil y acentuaba las sombras de sus rasgos angulosos, y aunque en ocasiones esto suele bastar para tener detalladas intuiciones sobre el estado de ánimo u otros rasgos de las personas, en este caso sólo percibí un intenso poder que manaba de él a pesar del velo con el que parecía haber cubierto sus anhelos y sentimientos.
Después se detuvo frente a uno de los ventanales y miró al exterior con gesto duro y meditativo.
- ¿Y dices que has llegado hasta aquí cruzando el bosque? - preguntó sin apartar su mirada del exterior.
- Así es - contesté.
- No pienses que te permitirán volver a cruzarlo impunemente - dijo girándose y mirándome muy fijo -. Créeme, sé muy bien de qué hablo.
Estuvo observándome unos instantes con atención mientras meditaba algo. Finalmente con un rostro más relajado dijo:
- Ardo en deseos de escuchar tu historia. Pero primero descansa. Después Stibor te acompañará al salón y charlaremos frente a un buen fuego.
En ese instante el chico llamó para anunciar que el baño estaba listo.
Me despedí de Hlinka y acompañé a Stibor a través de un ancho y oscuro pasillo austeramente decorado. A la luz de las velas podía verse que también aquí habían sido retirados los cuadros. Grandes puertas cerradas se alzaban a ambos lados. Cierta sensación de inquietud empezó a apoderarse de mí mientras caminaba por aquel lugar cuyo final la débil luz no era capaz de mostrar. Fue entonces, al pasar junto a una de las puertas, que noté una intensa presencia y me pareció sentir una llamada que provenía de algún lugar lejano al otro lado. Sabía que no era algo que hubiera escuchado, sino una sensación interna, no tanto en mi cabeza sino en mi pecho; por un instante se me aceleró el corazón y sentí que me faltaba el aire. Cuando me detuve frente a la puerta Stibor me miró horrorizado y negando con la cabeza susurró:
- No por favor señor, no os detengáis aquí.
- ¿Hay... algún otro habitante en el palacio? - pregunté nervioso.
Dudó durante unos instantes y después dijo serio y asustado:
- Es mejor para vos que no conozcáis ciertas cosas.
Se giró cortante, caminó hasta una de las puertas hacia el fondo del pasillo y la abrió con una llave. Era una habitación bastante amplia con una cama enorme y una humeante bañera.
- Dentro de media hora vendré a buscaros. Descansad y no salgáis de aquí hasta que yo vuelva. Os traeré ropas limpias.
Puso en mi mano el candelabro que llevaba y sin volver a mirarme a los ojos, cerró la puerta tras de sí sin decir nada.

viernes, 10 de agosto de 2007

Stibor y el espejo de Scotto

La subida de la calle Mostecká tras la salida del puente se perdía en la oscuridad. A la luz de las estrellas podía distinguir la silueta de la iglesia de San Nicolás y aunque tenía ante mí la calle que tantas veces había recorrido, era una versión asolada y descorazonadora que parecía llevar décadas abandonada. En lugar de alegres fachadas de colores, sus edificios renacentistas tenían un tono ceniciento y desconchado. No se veía ni una sola luz ni se oía más sonido que el golpeteo de la madera de una ventana mal cerrada. Además me sentía observado por los bustos y mascarones de las casas que parecían seguir mis pasos.
La cuesta de la calle se me hacía muy penosa, totalmente exhausto después del encuentro con aquel espectro y perdida la cuenta de las horas que llevaba sin comer y sin dormir. Llegado ese momento sólo buscaba desesperadamente un lugar donde echarme al resguardo del frío intenso de la madrugada, pero según subía encontraba las puertas cerradas e incluso algunas ventanas de las plantas bajas tapiadas con maderos clavados. ¿Qué podía haber llevado a la gente a hacer algo así? Giré a mi derecha hacia la iglesia de Santo Tomás, incapaz de seguir enfrentándome al esfuerzo de la cuesta y caminé después apoyándome en el alto muro del jardín del palacio de Valdstejn.
Cuando ya pensaba que caería sin sentido allí mismo vi que las puertas de la entrada estaban abiertas. Había visitado aquel lugar algunas veces ya que en verano se organizan conciertos y obras de teatro. Tenía un bonito jardín de corte italiano lleno de estatuas y una galería de estilo renacentista adosada al edificio barroco. Aunque no pudiera entrar al palacio, al menos podría resguardarme del frío en el interior de la galería.
Caminé entre los setos y los dioses de bronce y allí me encontré con la primera criatura que vi en la ciudad; un precioso pavo completamente blanco que emitió unos suaves gorgoteos y despareció tras una fuente. Perplejo, sonreí feliz de encontrar algo vivo, aunque no tenía fuerzas ni ganas de jugar al escondite con él y utilicé mis últimas energías para llegar a la entrada del palacio, dar gracias a todos los dioses del jardín de que estuviera abierta, pasar al interior de la primera sala que encontré y desplomarme en el suelo en cuanto cerré la puerta.


Cuando desperté continuaba tirado en el suelo junto a la entrada. La luz que se colaba por los ventanales era débil, la propia de un día lluvioso y no ayudaba a hacerse una idea de qué hora podría ser. Me giré y abrí los ojos con incredulidad, pues lo primero que pude enfocar a un par de metros de mí era un caballo. Me costó unos instantes darme cuenta de que estaba disecado y me levanté del suelo para acercarme. Entonces pude ver el resto de la estancia en la que me encontraba: era un salón inmenso, decorado con elaboradas molduras a modo de guirnaldas por las paredes, sobre los grandes ventanales, las muchas puertas y el techo, del que pendían al menos siete grandes lámparas de metal dorado y lágrimas de cristal llenas de velas consumidas. En su día tal vez fuera un salón de baile del siglo XVII, pero ahora estaba lleno de muebles y objetos antiguos dando la sensación de ser medio un museo, medio el trastero donde un rey guarda los objetos que ya no le complacen.
Deambulé maravillado por la habitación y pude ver todo tipo de tesoros: vitrinas con colecciones de camafeos y piedras semipreciosas talladas; copas elaboradas con cuernos de animales con pies de oro, plata y nácar. Habían mesas que sostenían cajas de música, aguamaniles de cristal tallado, relojes parados que mostraban la rotación de los astros y cajas de cristal que guardaban plumas exóticas; más allá grandes cuadros con paisajes de montaña apoyados en el suelo, un globo celeste, autómatas de bailarines y músicos, un avestruz embalsamada, bustos y estatuas de aire clásico y más vitrinas con cuchillos, trabucos y mosquetes. Y junto a la pared del fondo lo que debía ser un cuadro cubierto con una tela oscura.
Todo estaba sucio y polvoriento pero era absolutamente maravilloso. Al llegar al final cogí el borde de la tela para descubrir lo que ocultaba, pero oí que una de las puertas al otro lado del salón se abría. Me tiré al suelo contento de haber recuperado mis reflejos y tratando de no hacer ruido me escabullí tras una de las vitrinas quedándome muy quieto. Escuché que cerraban la puerta con cuidado y luego unos pasos ligeros y apresurados que se iban acercando. Al poco pude ver a la persona que había entrado; caminó hasta el fondo y se detuvo quedando de espaldas a mí frente al cuadro que había estado a punto de destapar. Era un chico muy joven, de alrededor de quince años, delgado y no muy alto. Vestía como cabría esperar de un criado o un mozo de cuadra del siglo XVII con una camisa blanca de mangas anchas, un chaleco y unos pantalones que le llegaban hasta las pantorrillas. Su pelo era rubio y aunque no muy largo se arremolinaba formando rizos en su nuca. Un repentino relámpago en el exterior le sobresaltó y se giró asustado mirando unos momentos la ventana que había a mi espalda. Estaba realmente intranquilo y pálido. Le vi tragar saliva como con esfuerzo, cerrar los ojos mientras murmuraba algo y después girarse y caminar despacio hasta quedar frente a la oscura tela. Entonces le oí hablar y pude entender que decía:
- No sé si podré volver aquí. No sé cuánto tiempo pasará hasta que mi amo vuelva a pedirme que traiga un objeto hasta esta sala. Os ruego que me lo mostréis ahora y seáis los ojos de mi salvación. Por favor os pido que tengáis a bien contestarme esta vez - y con una voz más pausada y un tono más grave dijo - ¡Mostradme el camino para escapar de este lugar!
Pensé que bajo la tela debía haber uno de esos objetos diabólicos que enseñan a quien los usa aquello que desean ver, pero que siempre pueden hacerlo de un modo que acabe llevando a la ruina a su curioso consultor. Recordé lo que se contaba de un mago italiano que llegó a Praga durante el reinado de Rodolfo II; era Hyeronymus Scotus, llamado también Scotto, de quien se dijo que era un espía protestante que utilizó su espejo mágico con los poderosos para urdir elaborados chantajes con los que lograr la conversión al protestantismo de algunos arzobispados. Creo que leí una vez que el desdichado Scotto se granjeó la enemistad de John Dee y Edward Kelley (por entonces alquimista oficial de su majestad), quienes produjeron su total ruina en poco tiempo, pues temían que pudiera convertirse en un molesto rival. Dura y peligrosa competencia.
Una vez el chico hizo su pregunta, levantó la tela dejando al descubierto un espejo que bien podría haber sido el de Scotto. Era grande, rectangular, con un elaborado marco de madera negra tallado con símbolos y rostros espantosos que parecían mirar en todas direcciones. Entonces el muchacho se reflejó y no sólo él, sino todo lo que había a su espalda. Incluso yo.
Esta vez se dio cuenta y giró rápidamente mientras sacaba una daga del chaleco.
- ¡Salid de ahí ahora mismo! ¡No podéis entrar aquí! ¡¿Quién sois?!
Me levanté del suelo despacio mostrándole las palmas de mis manos.
- Tranquilo - dije mientras salía de detrás de la vitrina -, no soy un ladrón. Baja el cuchillo y hablemos. No voy a hacerte daño.
Pero su reacción fue totalmente inesperada. Tal vez hubiera preferido que hubiera seguido siendo desconfiada y agresiva porque aquello... Aquello fue el gesto de pánico más terrible que había visto nunca y mucho menos dirigido hacia mí. Me sentí como un monstruo. ¿Qué veía aquel chico? ¿Qué estaba ocurriendo?
Su rostro palideció por completo y su mano se abrió dejando caer el arma que golpeó con fuerza contra el suelo. Entonces cayó sobre sus rodillas mientras estiraba los brazos hacia mí diciendo:
- ¡perdonadme mi señor! No os había reconocido con este aspecto - sus ojos comenzaron a empañarse -. Os lo ruego, perdonadme. ¡Perdonadme!
Me quedé totalmente perplejo unos momentos y después me acerqué despacio.
- Escucha - dije con el tono más relajado que pude -, no sé quién crees que soy pero estás equivocado. No voy a hacerte daño.
Me acuclillé junto a él y le ofrecí mi mano.
- Mi nombre es Frantisek Pola. Llegué anoche hasta aquí desde el bosque - el miedo continuaba mostrándose en sus ojos, pero parecía que se calmaba mientras me escuchaba -. No sabía que este lugar estaba vedado. Lamento haberme entrometido pero buscaba un sitio donde dormir resguardado del frío.
El chico respiraba entrecortadamente y me miraba muy fijo a los ojos, como buscando algo en ellos. Dejé que me observara ya que parecía que esto lo tranquilizaba. Finalmente recuperó algo de color y la compostura y dijo:
- de acuerdo, os creo. Pero no me corresponde a mí decidir si decís la verdad ni averiguar por qué habéis venido. Debo llevaros ante mi señor - y recogiendo la daga del suelo dijo -. No puedo dejaros huir. Es imposible que ignore que estáis aquí.
- Yo también lo creo - comenté dándole la mano para ayudarle a incorporarse -. Además no quiero huir, sino que me lleves con él. Puedes guardar el arma.
El chico metió la daga en su cinto bajo el chaleco y se apresuró a cubrir de nuevo el espejo con la tela. Después me miró muy preocupado y supe lo que pensaba.
- ¿Cómo te llamas? - le pregunté.
- Stibor.
- De acuerdo Stibor, escucha. Deja de preocuparte. No le contaremos lo que ha ocurrido. Tú me has encontrado durmiendo allí junto a la puerta. Es lo que habría pasado si hubieras llegado diez minutos antes.
Asintió con la cabeza y comenzó a caminar hacia la salida.
- Seguidme entonces. El señor vive en el castillo y si sabe que estáis aquí será mejor no demorarse más.
Aunque mucho más entero continuaba pálido y nervioso; después de todo no me conocía de nada y tenía que confiar en mí.
Mientras salíamos del jardín y marchábamos hacia la vieja escalinata del castillo no podía quitarme de la cabeza su gesto de terror y me preguntaba qué le había llevado a pensar que yo podía ser aquel hombre y también, aunque trataba de pensar menos en ello, qué le causaba tanto miedo.
Bajo la luz de aquel día tan nublado la ciudad continuaba siendo igual de fantasmagórica y no nos cruzamos con una sola alma. Conforme subíamos la escalera de la colina, la posición elevada me permitió ver que efectivamente más allá del puente por el que había cruzado no había ciudad, sólo bosque hasta donde podía ver. El bosque se extendía también a este lado del Moldava y parecía rodear la antigua ciudad pequeña y la colina del castillo.
Al final de la escalinata me detuve un momento a recuperar el aliento. Por cordialidad y curiosidad pregunté:
- ¿cuál es tu nombre de pila Stibor?
Entonces se detuvo y se volvió hacia mí con una extraña expresión angustiada. Durante unos instantes su mirada vagó perdida con el gesto del que está buscando algo fuera y dentro de sí mismo. Sus labios se movían pero no emitían sonido alguno. Después un brillo de esperanza y alegría apareció en sus ojos acompañado de una tímida sonrisa. A pesar de lo tenue que era aquel esbozo su rostro se iluminó mostrando un indicio de lo hermoso que podía llegar a ser.
- Ji... ¿Jirí? - aquello era un susurro apenas audible con el que se interrogaba a sí mismo. Después levantó la mirada del suelo y repitió totalmente decidido:
- Jirí.
Y su respuesta brotó de él como un pulso de calidez que me atravesó como una llamarada. Por desgracia aquello duró poco, pues al momento el espanto volvió a cubrirlo con su sombra.
- Os lo ruego señor - dijo totalmente compungido -, no me llaméis así delante de él. Por favor, no le contéis lo que os he dicho.
Aquella petición me dejó absolutamente conmovido.
- Claro que sí, no te preocupes - me precipité a aclarar intentando aliviarlo -. Confía en mí.
Y dando unos pasos hacia él puse las manos sobre sus hombros tratando de enfatizar mis palabras.
Ya nos encontrábamos a pocos metros de las murallas y la lluvia comenzó a caer. Entonces Stibor miró hacia el cielo y dejó por unos momentos que las gotas rodaran por su cara. Respiró hondo y recuperando algo de calma y la premura dijo:
- démonos prisa.
Y continuamos nuestro camino hacia el interior del castillo.
 
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