viernes, 10 de agosto de 2007

Stibor y el espejo de Scotto

La subida de la calle Mostecká tras la salida del puente se perdía en la oscuridad. A la luz de las estrellas podía distinguir la silueta de la iglesia de San Nicolás y aunque tenía ante mí la calle que tantas veces había recorrido, era una versión asolada y descorazonadora que parecía llevar décadas abandonada. En lugar de alegres fachadas de colores, sus edificios renacentistas tenían un tono ceniciento y desconchado. No se veía ni una sola luz ni se oía más sonido que el golpeteo de la madera de una ventana mal cerrada. Además me sentía observado por los bustos y mascarones de las casas que parecían seguir mis pasos.
La cuesta de la calle se me hacía muy penosa, totalmente exhausto después del encuentro con aquel espectro y perdida la cuenta de las horas que llevaba sin comer y sin dormir. Llegado ese momento sólo buscaba desesperadamente un lugar donde echarme al resguardo del frío intenso de la madrugada, pero según subía encontraba las puertas cerradas e incluso algunas ventanas de las plantas bajas tapiadas con maderos clavados. ¿Qué podía haber llevado a la gente a hacer algo así? Giré a mi derecha hacia la iglesia de Santo Tomás, incapaz de seguir enfrentándome al esfuerzo de la cuesta y caminé después apoyándome en el alto muro del jardín del palacio de Valdstejn.
Cuando ya pensaba que caería sin sentido allí mismo vi que las puertas de la entrada estaban abiertas. Había visitado aquel lugar algunas veces ya que en verano se organizan conciertos y obras de teatro. Tenía un bonito jardín de corte italiano lleno de estatuas y una galería de estilo renacentista adosada al edificio barroco. Aunque no pudiera entrar al palacio, al menos podría resguardarme del frío en el interior de la galería.
Caminé entre los setos y los dioses de bronce y allí me encontré con la primera criatura que vi en la ciudad; un precioso pavo completamente blanco que emitió unos suaves gorgoteos y despareció tras una fuente. Perplejo, sonreí feliz de encontrar algo vivo, aunque no tenía fuerzas ni ganas de jugar al escondite con él y utilicé mis últimas energías para llegar a la entrada del palacio, dar gracias a todos los dioses del jardín de que estuviera abierta, pasar al interior de la primera sala que encontré y desplomarme en el suelo en cuanto cerré la puerta.


Cuando desperté continuaba tirado en el suelo junto a la entrada. La luz que se colaba por los ventanales era débil, la propia de un día lluvioso y no ayudaba a hacerse una idea de qué hora podría ser. Me giré y abrí los ojos con incredulidad, pues lo primero que pude enfocar a un par de metros de mí era un caballo. Me costó unos instantes darme cuenta de que estaba disecado y me levanté del suelo para acercarme. Entonces pude ver el resto de la estancia en la que me encontraba: era un salón inmenso, decorado con elaboradas molduras a modo de guirnaldas por las paredes, sobre los grandes ventanales, las muchas puertas y el techo, del que pendían al menos siete grandes lámparas de metal dorado y lágrimas de cristal llenas de velas consumidas. En su día tal vez fuera un salón de baile del siglo XVII, pero ahora estaba lleno de muebles y objetos antiguos dando la sensación de ser medio un museo, medio el trastero donde un rey guarda los objetos que ya no le complacen.
Deambulé maravillado por la habitación y pude ver todo tipo de tesoros: vitrinas con colecciones de camafeos y piedras semipreciosas talladas; copas elaboradas con cuernos de animales con pies de oro, plata y nácar. Habían mesas que sostenían cajas de música, aguamaniles de cristal tallado, relojes parados que mostraban la rotación de los astros y cajas de cristal que guardaban plumas exóticas; más allá grandes cuadros con paisajes de montaña apoyados en el suelo, un globo celeste, autómatas de bailarines y músicos, un avestruz embalsamada, bustos y estatuas de aire clásico y más vitrinas con cuchillos, trabucos y mosquetes. Y junto a la pared del fondo lo que debía ser un cuadro cubierto con una tela oscura.
Todo estaba sucio y polvoriento pero era absolutamente maravilloso. Al llegar al final cogí el borde de la tela para descubrir lo que ocultaba, pero oí que una de las puertas al otro lado del salón se abría. Me tiré al suelo contento de haber recuperado mis reflejos y tratando de no hacer ruido me escabullí tras una de las vitrinas quedándome muy quieto. Escuché que cerraban la puerta con cuidado y luego unos pasos ligeros y apresurados que se iban acercando. Al poco pude ver a la persona que había entrado; caminó hasta el fondo y se detuvo quedando de espaldas a mí frente al cuadro que había estado a punto de destapar. Era un chico muy joven, de alrededor de quince años, delgado y no muy alto. Vestía como cabría esperar de un criado o un mozo de cuadra del siglo XVII con una camisa blanca de mangas anchas, un chaleco y unos pantalones que le llegaban hasta las pantorrillas. Su pelo era rubio y aunque no muy largo se arremolinaba formando rizos en su nuca. Un repentino relámpago en el exterior le sobresaltó y se giró asustado mirando unos momentos la ventana que había a mi espalda. Estaba realmente intranquilo y pálido. Le vi tragar saliva como con esfuerzo, cerrar los ojos mientras murmuraba algo y después girarse y caminar despacio hasta quedar frente a la oscura tela. Entonces le oí hablar y pude entender que decía:
- No sé si podré volver aquí. No sé cuánto tiempo pasará hasta que mi amo vuelva a pedirme que traiga un objeto hasta esta sala. Os ruego que me lo mostréis ahora y seáis los ojos de mi salvación. Por favor os pido que tengáis a bien contestarme esta vez - y con una voz más pausada y un tono más grave dijo - ¡Mostradme el camino para escapar de este lugar!
Pensé que bajo la tela debía haber uno de esos objetos diabólicos que enseñan a quien los usa aquello que desean ver, pero que siempre pueden hacerlo de un modo que acabe llevando a la ruina a su curioso consultor. Recordé lo que se contaba de un mago italiano que llegó a Praga durante el reinado de Rodolfo II; era Hyeronymus Scotus, llamado también Scotto, de quien se dijo que era un espía protestante que utilizó su espejo mágico con los poderosos para urdir elaborados chantajes con los que lograr la conversión al protestantismo de algunos arzobispados. Creo que leí una vez que el desdichado Scotto se granjeó la enemistad de John Dee y Edward Kelley (por entonces alquimista oficial de su majestad), quienes produjeron su total ruina en poco tiempo, pues temían que pudiera convertirse en un molesto rival. Dura y peligrosa competencia.
Una vez el chico hizo su pregunta, levantó la tela dejando al descubierto un espejo que bien podría haber sido el de Scotto. Era grande, rectangular, con un elaborado marco de madera negra tallado con símbolos y rostros espantosos que parecían mirar en todas direcciones. Entonces el muchacho se reflejó y no sólo él, sino todo lo que había a su espalda. Incluso yo.
Esta vez se dio cuenta y giró rápidamente mientras sacaba una daga del chaleco.
- ¡Salid de ahí ahora mismo! ¡No podéis entrar aquí! ¡¿Quién sois?!
Me levanté del suelo despacio mostrándole las palmas de mis manos.
- Tranquilo - dije mientras salía de detrás de la vitrina -, no soy un ladrón. Baja el cuchillo y hablemos. No voy a hacerte daño.
Pero su reacción fue totalmente inesperada. Tal vez hubiera preferido que hubiera seguido siendo desconfiada y agresiva porque aquello... Aquello fue el gesto de pánico más terrible que había visto nunca y mucho menos dirigido hacia mí. Me sentí como un monstruo. ¿Qué veía aquel chico? ¿Qué estaba ocurriendo?
Su rostro palideció por completo y su mano se abrió dejando caer el arma que golpeó con fuerza contra el suelo. Entonces cayó sobre sus rodillas mientras estiraba los brazos hacia mí diciendo:
- ¡perdonadme mi señor! No os había reconocido con este aspecto - sus ojos comenzaron a empañarse -. Os lo ruego, perdonadme. ¡Perdonadme!
Me quedé totalmente perplejo unos momentos y después me acerqué despacio.
- Escucha - dije con el tono más relajado que pude -, no sé quién crees que soy pero estás equivocado. No voy a hacerte daño.
Me acuclillé junto a él y le ofrecí mi mano.
- Mi nombre es Frantisek Pola. Llegué anoche hasta aquí desde el bosque - el miedo continuaba mostrándose en sus ojos, pero parecía que se calmaba mientras me escuchaba -. No sabía que este lugar estaba vedado. Lamento haberme entrometido pero buscaba un sitio donde dormir resguardado del frío.
El chico respiraba entrecortadamente y me miraba muy fijo a los ojos, como buscando algo en ellos. Dejé que me observara ya que parecía que esto lo tranquilizaba. Finalmente recuperó algo de color y la compostura y dijo:
- de acuerdo, os creo. Pero no me corresponde a mí decidir si decís la verdad ni averiguar por qué habéis venido. Debo llevaros ante mi señor - y recogiendo la daga del suelo dijo -. No puedo dejaros huir. Es imposible que ignore que estáis aquí.
- Yo también lo creo - comenté dándole la mano para ayudarle a incorporarse -. Además no quiero huir, sino que me lleves con él. Puedes guardar el arma.
El chico metió la daga en su cinto bajo el chaleco y se apresuró a cubrir de nuevo el espejo con la tela. Después me miró muy preocupado y supe lo que pensaba.
- ¿Cómo te llamas? - le pregunté.
- Stibor.
- De acuerdo Stibor, escucha. Deja de preocuparte. No le contaremos lo que ha ocurrido. Tú me has encontrado durmiendo allí junto a la puerta. Es lo que habría pasado si hubieras llegado diez minutos antes.
Asintió con la cabeza y comenzó a caminar hacia la salida.
- Seguidme entonces. El señor vive en el castillo y si sabe que estáis aquí será mejor no demorarse más.
Aunque mucho más entero continuaba pálido y nervioso; después de todo no me conocía de nada y tenía que confiar en mí.
Mientras salíamos del jardín y marchábamos hacia la vieja escalinata del castillo no podía quitarme de la cabeza su gesto de terror y me preguntaba qué le había llevado a pensar que yo podía ser aquel hombre y también, aunque trataba de pensar menos en ello, qué le causaba tanto miedo.
Bajo la luz de aquel día tan nublado la ciudad continuaba siendo igual de fantasmagórica y no nos cruzamos con una sola alma. Conforme subíamos la escalera de la colina, la posición elevada me permitió ver que efectivamente más allá del puente por el que había cruzado no había ciudad, sólo bosque hasta donde podía ver. El bosque se extendía también a este lado del Moldava y parecía rodear la antigua ciudad pequeña y la colina del castillo.
Al final de la escalinata me detuve un momento a recuperar el aliento. Por cordialidad y curiosidad pregunté:
- ¿cuál es tu nombre de pila Stibor?
Entonces se detuvo y se volvió hacia mí con una extraña expresión angustiada. Durante unos instantes su mirada vagó perdida con el gesto del que está buscando algo fuera y dentro de sí mismo. Sus labios se movían pero no emitían sonido alguno. Después un brillo de esperanza y alegría apareció en sus ojos acompañado de una tímida sonrisa. A pesar de lo tenue que era aquel esbozo su rostro se iluminó mostrando un indicio de lo hermoso que podía llegar a ser.
- Ji... ¿Jirí? - aquello era un susurro apenas audible con el que se interrogaba a sí mismo. Después levantó la mirada del suelo y repitió totalmente decidido:
- Jirí.
Y su respuesta brotó de él como un pulso de calidez que me atravesó como una llamarada. Por desgracia aquello duró poco, pues al momento el espanto volvió a cubrirlo con su sombra.
- Os lo ruego señor - dijo totalmente compungido -, no me llaméis así delante de él. Por favor, no le contéis lo que os he dicho.
Aquella petición me dejó absolutamente conmovido.
- Claro que sí, no te preocupes - me precipité a aclarar intentando aliviarlo -. Confía en mí.
Y dando unos pasos hacia él puse las manos sobre sus hombros tratando de enfatizar mis palabras.
Ya nos encontrábamos a pocos metros de las murallas y la lluvia comenzó a caer. Entonces Stibor miró hacia el cielo y dejó por unos momentos que las gotas rodaran por su cara. Respiró hondo y recuperando algo de calma y la premura dijo:
- démonos prisa.
Y continuamos nuestro camino hacia el interior del castillo.

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