miércoles, 1 de junio de 2011

La respuesta impronunciable

“No es el aspecto lo que uno debe buscar comprender, sino al presenciador de los aspectos.”
Kausitaki Upanishad

“El fuego de la Noche lanza la Mónada al sueño.”
Leurípides de Calamata

"Ésta es la región en la que descansa el Ser divino, con una corona blanca en la cabeza y el cetro de mando en la mano. Ante Él detengo mi barca y pronuncio estas palabras: "¡Dios poderoso, Señor de la Sed, mírame y escucha mis palabras! Acabo de nacer. Acabo de nacer. Acabo de nacer."
El libro de los muertos

Tras caminar durante un tiempo indefinido comprendí que me había extraviado. Me hallaba en una extraña construcción en la que sólo acertaba a encontrar, por mucho que caminara, pasillos y más pasillos con puertas que no llevaban sino a más pasillos. No todos eran iguales sino que parecía, cuando cruzaba algún umbral, que transitara de un edificio a otro: desde un corredor palaciego con enormes lámparas alineadas en su techo, pasando por uno de aspecto mucho más humilde, estrecho y oscuro, hasta otro de apariencia interminable y estilo burocrático, con el aire de una gris institución. En ninguno encontré ventanas.

Hasta después de un tiempo no fui consciente de que había otras personas. Caminaban de acá para allá, absortos también en sus pensamientos o bien apresurados en tareas que no acertaba a comprender. Unos parecían saber de la presencia de los otros, pues sin duda se veían y se esquivaban al pasar, pero no hablaban. Todos y cada uno parecían caminar solos y aunque aparentaban saber a dónde se dirigían, tras observarlos con detenimiento comencé a dudar que fuera así.

Cuando empecé a temer que no sería capaz de salir de aquel inmenso laberinto algo rompió el silencio. No demasiado lejos, retumbando a través de las galerías, se oyó un terrible rugido de una profundidad tal que hacía pensar en una bestia enorme. Y el sonido se aproximaba. La gente parecía asustada sin saber muy bien de qué y comenzaron a caminar más rápido, aunque tampoco huían. Primero corrí tratando de escapar, pero pronto el eco y los pasillos me confundieron y no fui siquiera capaz de saber si actuando de aquel modo conseguía alejarme lo más mínimo. Hasta que me detuve exhausto, la espalda contra la pared, decidido a aguardar a que aquella cosa pasara cerca de mí si así había de ser, hastiado de caminar y correr sin dirección, tanto tiempo según me parecía, que sentí que había transcurrido allí toda mi vida.

Hasta que aquella cosa pasó finalmente junto a mí: al frente caminaba un hombre con la mirada perdida y aspecto de estar completamente agotado. Había sido embridado, como si se tratara de un caballo, y atado tras él, como si fuera el carro del que tirara, había un monstruo gigante caminando a cuatro patas. Podían verse sus huesos y su cráneo a través de jirones de carne y algunos fragmentos de telas raídas, como si el cadáver de un enorme depredador se hubiera levantado de su tumba para caminar de nuevo. Y sobre la grupa de la bestia, sosteniendo las riendas del hombre, una figura menuda, de aspecto repugnante, que parecía un duende de piel macilenta. Supe que el hombre no sabía lo que cargaba a su espalda, como tampoco parecían saberlo el resto de personas que, asustadas antes por el rugido que oyeron de lejos, parecían incapaces de ubicar su procedencia ahora que la bestia caminaba en silencio frente a ellos. Entonces el duende giró su rostro, y sus ojos, apenas dos puntos diminutos y brillantes, se clavaron en los míos; sonreía mientras parecía preguntarse qué acertaría a hacer yo ahora que lo había visto.

En ese momento una terrible sospecha prendió en mi mente, de modo que, despacio, giré sobre mí mismo, pero lo que encontré fue que un nuevo corredor se había abierto allí donde antes sólo hubiera un muro. La luz que provenía de él parecía muy distinta esta vez.

Comprendí entonces que me encontraba frente al umbral de un templo. Al atravesarlo penetré en un pasillo cuyos muros, de gran altura, estaban adornados con relieves de vivos colores, aunque no conseguí apreciar ninguna de sus imágenes. La luz del sol iluminaba desde lo alto y se iba atenuando hacia el suelo, de forma que el resto del lugar quedaba alumbrado de una manera muy débil.

En aquel espacio no había puertas a lo largo de los muros sino que el pasaje proseguía recto, con el suelo ligeramente inclinado, hacía una única sala que se abría al final. Entonces comprendí que alguien me acompañaba, pues sentí su presencia caminando junto a mí. Supe que era un sacerdote, aunque en ningún momento pude verle.

Una vez alcanzamos el fondo accedimos a una estancia mucho más pequeña, casi cúbica. Imaginé que debía tratarse del sanctasanctórum del templo en cuyo centro se encontraba su único ocupante: una estatua que representaba una figura masculina, un poco más pequeña del tamaño de un hombre adulto y vestida con ropajes blancos. Recuerdo claramente la fuerza que emanaba de ella, la mirada de sus ojos abiertos y su rostro color negro.

Mi acompañante dijo entonces:

-Aquel que esculpió la estatua quiso conocer con ella lo Invisible; y tú no estás aquí sino para lograr lo mismo. Sabes que estás soñando –añadió-: sueña ahora desde su interior.

Me quedé muy quieto frente a ella, intuyendo sólo vagamente lo que podría significar lograr lo que se me pedía, concentrado en sus ojos, cerrando los míos después cuando al respirar percibí su respiración, cómo comenzaba a moverse… Hasta que de pronto todo cambió.

Me encontraba echado boca arriba, inmóvil, en el interior de lo que parecía una caverna, aunque la visión del techo de roca, si lo había, se perdía en lo alto debido a la oscuridad. A mi alrededor unas extrañas figuras, cuyo número no podía contar, se movían con armoniosos movimientos, precisos pero imprevisibles, como en una intrincada danza mil veces practicada. Y detrás de cada una de ellas parecía haber siempre otra más. Vi entonces que extendían sus manos hasta mí, desgarrándome, cortándome, desmembrándome. No podría decir si asemejaban ángeles o criaturas demoníacas, pues esto bien parecía depender de cómo la luz incidía sobre ellos. Y supe que todas aquellas rocas que veía sobre mí, en los muros alrededor, en el suelo, estaban hechas de mis propios huesos. Recuerdo que pensé: ¿en qué vez anterior si mis huesos aún me pertenecen? Pero los pensamientos se perdieron al llegar a una bruma anterior a la cual ya no acertaba a pensar nada.

Y así transcurrió la danza, hasta que me arrancaron los pulmones, los ojos, el corazón; y todo se volvió negrura.

Cuando volví a ver de nuevo una suave luz iluminaba la caverna. Parecía haberse hecho de día y que el lugar tuviera una abertura que en la noche hubiera pasado desapercibida. En su interior un tenso silencio parecía cubrirme, como si hubiera habido una membrana invisible que la rodeara. Entonces, acercándome en dirección a la luz, encontré la salida.

Y allí estaban de nuevo todas aquellas criaturas. Pero entonces lo vi: vi lo que hacen cuando nadie está mirando. Una de ellas, la más próxima a mí, levantó el dedo hacia sus labios e hizo un gesto para que guardara silencio, lo único de aquello que me fue dado contemplar que podría en realidad ser descrito. Entonces asintió levemente en manera de reconocimiento, para pasar a adoptar después un aire más severo, como de advertencia. Y mientras señalaba lo que había dejado tras de mí, oí que su voz decía:

-Ahora toma esos despojos que llamabas tuyos y vuelve a hacer lo que tiene que ser hecho.

Entonces desperté.

sábado, 22 de enero de 2011

La respuesta de la Ninfa

"Se habla de un oráculo que la Noche y la Luna comparten. Carece de límite y tampoco tiene fondo, sino que anda errante entre la humanidad a través de sueños y visiones."
Plutarco

En Molaki todo es un sueño. Pido Perdón pues a aquellos que podáis leer este escrito si os llega a parecer confuso, pero narraré lo que aconteció tal como fue, en la medida en que sea capaz de contar aquello de entre todo lo que vi que puede en realidad ser contado.

Allí donde los días no dependen del viaje del sol ni los acontecimientos parecen seguir mayor orden que el destello de un pensamiento, las pesadillas se sucedían. Y no porque supiera al aceptar mi viaje que todo lo que visitaría sería un sueño dejaba por ello de ser aterrador, pues, ¿qué podría haber de irreal en aquello que puede conocerse? Sólo que su realidad pertenece a otro mundo, pero uno que no deja de trenzarse en el que consideramos nuestro y que con frecuencia nos lleva más allá de nosotros mismos.

Había sido invitado a un banquete. Los comensales, corteses pero distantes, decían pertenecer a una corte que había estado dormida. A la luz de las velas, una muchacha, casi una niña a quien se dirigían como “alteza”, permanecía medio bañada en la sombra, y los rumores parecían susurrar aquí y allá que su majestad aún no había despertado. Sólo una figura parecía prestarme mayor atención que la requerida por la mera cortesía frente a un invitado. Era un hombre muy alto de rostro malcarado, que fruncía el ceño y torcía el gesto mientras me miraba muy fijamente. Aún así, si hubiera tenido que apostar contra él, habría dicho que trataba de marcarse algún tipo de farol y que era muy bueno haciéndolo. Tras unos momentos observándome con atención y evaluando cada uno de mis gestos, se acercó hasta mí. Aunque su figura era completamente humana se presentó como un fauno y su nombre comenzó a borrarse de mi memoria apenas lo hubo pronunciado. Por algún motivo casi preferí que fuera así. Llevándome consigo hasta un oscuro salón adyacente, y una vez medio escondidos tras unas pesadas cortinas, sacó de bajo de su capa una bolsa de seda negra y abriéndola dejó caer en mi mano un collar compuesto de gemas de brillantes colores.

-Su alteza me ha dado esto para vos- dijo entonces enfatizando la voz para que volviera a levantar la mirada desde la joya hasta sus ojos-. Es un presente para que podáis entregarlo a una dama-. Por unos momentos se detuvo a observar mi gesto de sorpresa, y entendiendo cuál era mi pregunta, añadió cambiando el tono: -tú que temes ser un instrumento del Mal, hombre peligroso, ella contestará cualquier pregunta que seas capaz de formularle –y levantando una ceja dejó entrever un amago de sonrisa para añadir: -¡cuán limitado te encuentras en verdad!
Después me llevó frente a una puerta y abandonó la estancia sin despedirse ni mirar atrás.

El camino que me alejó del palacio parecía una senda casi borrada y apenas distinguible a pesar de la luz de la luna. El firmamento se veía muy claro y el aire era frío, como correspondería a una despejada noche invernal. En aquel lugar no conseguí distinguir más que un paisaje pedregoso con pequeños arbustos espinosos que, desperdigados, adornaban el suelo de roca oscura. Sólo un poco más adelante vi lo que parecía un pequeño montículo escarpado o tal vez unas piedras gigantescas amontonadas desordenadamente. Decidido a escalarlas, comencé a escuchar un sonido de agua que venía de algún lugar en el interior de aquellas rocas. Cuando llegué a la cima pude ver que la piedra se abría en una ancha cavidad interior, casi circular, en la que había un estanque de aguas negras. Me pareció que sólo tras observarlo un rato comenzó a reflejar las estrellas, primero como un espejo en calma para pronto comenzar a agitarse suavemente en ondulaciones que parecían multiplicar las luces. Entonces me pareció que la luna había venido a reflejarse igualmente, hasta que comprendí que aquella luz que pronto emergió de la superficie era una mujer o tal vez lo más parecido a una mujer que podría haber surgido de aquella materia. Se acercó nadando graciosamente hasta quedar bajo donde yo estaba asomado y me miró muy fijo, aguardando algo. Comencé a descender por la roca hacia ella, y cuando quedé prudentemente cerca según estimé, extendí mi brazo ofreciéndole el collar de gemas que, en aquel lugar, parecían haber perdido su brillo, pues reflejaban sólo la oscuridad. Ella lo miró, levantó de nuevo su pupila hasta la mía, sonrió complacida y tras tomar mi mano, estiró con fuerza haciéndome caer con ella al interior de las aguas.

-Yo contestaré tu pregunta- dijo sosteniendo mi rostro entre sus manos-, pero tienes que darme un beso.

Entonces me besó, y como si hubiera estado hecha de mercurio, comenzó a arrastrarme hacia el fondo mientras me abrazaba, cada vez más profundo, hasta que todo se oscureció por completo allí donde ya no llegaba ninguna luz. Entonces sentí que me perdía, que no habría sabido, aunque me liberara de su abrazo, en qué dirección nadar para llegar arriba, y supe que pronto se agotaría el aire de mis pulmones aspirado en aquel beso. Recordando para qué había venido pensé que tal vez acertaría a escuchar la respuesta antes de morir y sentí cómo ella esperaba la pregunta como una tensión en mi mente. Y ya no pude pensar en nada más cuando acerté a preguntar:

-¿qué es lo que debo conocer?

Me encontré tumbado en la arena de un desierto. El cielo, casi blanco de lo luminoso, hizo que en un primer instante quedara deslumbrado. Al girar para tratar de levantarme comprendí que me encontraba en lo alto de una gran duna y vislumbré un valle, todo de arena. Entonces vi que no estaba solo.

En el valle estaba Eugen como nunca antes lo había visto. Tenía desplegadas unas alas imponentes de plumas blancas, grises y negras, y vestía una coraza brillante sobre unos ropajes de aire oriental. Portaba una lanza en sus manos y, mientras se movía como acechando algo en pequeños pasos calculados, seguí su mirada que vigilaba atentamente la arena bajo sus pies. Entonces me di cuenta que algo enorme se movía bajo ella, primero muy lentamente, hasta que emergió, de forma repentina y con un fuerte impulso que lanzó al aire una lluvia de arena, una serpiente gigantesca. Y tuvo lugar el combate: Eugen se movía no menos rápido que aquella criatura, saltando, esquivando sus embates y enarbolando su arma que lanzaba estocadas tan veloces como eran los intentos de la serpiente por arrancar su cabeza de un mordisco. Y así combatían hasta que, de algún modo, zafándose de ser estrangulado por sus anillos, Eugen atravesó el vientre de la serpiente. Subiéndose sobre ella se aseguró que la lanza la atravesara de costado a costado, hundiéndola con fuerza hasta que la criatura expiró y dejó de moverse. Entonces de la herida y de la sangre brillante comenzó a crecer un árbol que pronto alzó sus ramas imponentes. Eugen se quedó junto a él, bajo su frondosa copa, y su sombra y la del árbol se hicieron largas sobre la arena que asemejaba incandescente mientras el sol parecía prendido entre las ramas.

Entonces todo cambió. De nuevo el paisaje desértico estaba vacío y sólo una figura se movía sobre la arena. Era Karel a quien reconocí antes por su hermosa voz que cantaba que por su figura. En sus manos la lanza que antes portara Eugen parecía un objeto diferente, más parecido a un báculo, y la levantó para moverla en el aire siguiendo el ritmo de sus versos. Fue entonces cuando la serpiente surgió de nuevo desde bajo de la tierra y comenzó a moverse alrededor de Karel quien había comenzado a danzar. Ella empezó a acercarse lentamente hacia él, dando vueltas y dejando dibujada en la arena la huella de su trayectoria espiral. Hasta que llegó un momento que Karel cesó de danzar, giró la lanza y la clavó con decisión en el suelo; mientras, la serpiente llegó hasta el centro y se enroscó trepando lentamente por ella, hasta que su cabeza llegó a lo más alto y su boca quedó abierta hacia el cielo. Y ni el báculo, ni Karel, ni nada en aquel lugar produjo una sombra bajo la luz del Sol.

miércoles, 20 de octubre de 2010

Apunte de Eila

Las notas del diario de mi padre me fueron entregadas por él, junto a muchos otros secretos, antes de su partida hacia Molaki.
Parecerá extraño que alguien que apenas supera la treintena, como es Pola, tenga una hija capaz de continuar con su trabajo y a quien le ha confiado lo que tal vez no se atreva a confiarle a nadie más.
Mi nombre es Eila, y sé que tengo alrededor de los veinticinco años, aunque no se hayan cumplido en este tiempo desde el que ahora escribo. No entraré en cómo Pola me encontró y menos en el misterio de cómo me trajo con él de camino hasta aquí, algo fuera todavía de mi comprensión; pero una aprende a hacerse las preguntas justas y a permitir que las respuestas terminen coagulando cuando les llega el momento oportuno.

Mi padre -hábil por cierto con el momento oportuno-, ha creido ver la ocasión de que la Torre, simulacro vacío y fantasmal desde que Onire la abandonara y marchara con los Vigilantes (esta es la historia que implica a Xavier y que mi padre dejó sin concluir), no sólo sea ocultada y custodiada -tal como lo está ahora-, sino destruida. Muchos de sus secretos permanecen aún oscuros para nosotros, pero la última vez que Pola, junto a Gabrielle, Aníbal y Ceinwen se aventuró en su interior, supo bien de las fuerzas demoníacas que una ruina, antaño sagrada como ésta, es capaz de conjurar cuando es abandonada por el espíritu.

Fue durante aquella incursión la primera vez que mi padre oyó hablar de Molaki: un heraldo de dicho reino se presentó para ofrecer una alianza imposible de rechazar. Reclamó nuestra ayuda para defender sus fronteras de los Usurpadores (se ha hablado de ellos en este diario también como "las gentes de Yvthruwn"), cuyo reino limita con Molaki. Abrir un paso allí supondría para los Usurpadores hallar el modo de alcanzar este mundo y, si llegara a ocurrir sin que estemos preparados, será el fin de todos nosotros. Y no sólo de nosotros.

Aquel mensajero terrible causó una honda impresión en Pola. Le dio unos días para meditar la respuesta a una proposición que sólo a él le fue dada: si el pacto fuera aceptado podría viajar hasta Molaki y ser instruido en las artes que le permitirían destruir la Torre.

Los días que precedieron a su decisión mi padre se veía taciturno e intranquilo. Creyendo que tal vez podría persuadirlo y evitar que marchara, le pregunté qué podría llevarle a aceptar partir en compañía de aquel monstruo hasta un reino de pesadilla y pensar que allí sería capaz de aprender a destruir la Torre. Entonces, con el gesto más grave que nunca le había visto, respondió:

-la noche en que el heraldo se presentó ante nosotros Gabrielle me confió una intuición, la última cosa que querría haber escuchado en ese momento. Ella dijo que contemplar a aquella criatura le recordó intensamente a mí, pues así de terrible aparecí ante sus ojos hace un tiempo en una visión: eso fue el día que cayó la noche sobre la casa de Eugen -me dijo-; la maldición caminaba contigo.

Entonces Pola me confesó cómo habría de hacerse capaz de destruir la Torre: en el instante en que aniquilara su peor pesadilla. Y ya no dijo más, aunque no necesito que me explique cuál es, pues le conozco mejor que a mí misma.

Pero no es propio de él despedirse dejando un mal sabor de boca. Así que, a solas, en el lugar más protegido que supimos encontrar -y después de demostrarle sobradamente que soy mejor jugadora de póker que él-, me reveló aquello que yo debía saber, más aún si ya no hubiera de retornar jamás, según dijo. Y entonces me describió la imagen más magnífica que nunca hubiera concebido. Y aquella imagen resumía su plan o, más bien, lo que sin duda habría de estar escrito allí donde todos los Planes lo están. Narrado en el final. Un final que no es sino el principio.

martes, 9 de marzo de 2010

Xavier y la Serpiente I. Madeleine

“Por la noche, sueña con una criatura hermosa y peligrosa: doncella y serpiente al mismo tiempo –de cabello largo. La criatura piensa en la destrucción de su entorno. Entonces, en una operación cuidadosa, la despojan de todo aquello con lo que podría provocar daños. Le quitan el cerebro, el corazón, la sangre y la lengua. Pero, ante todo, le quitan los ojos y se olvidan de quitarle el cabello. Es una equivocación, porque ahora la criatura –ciega, exangüe y muda- adquiere una fuerza tal que los que habitan su entorno sólo pueden salvarse con la huida. ¿Qué puede significar esto?”
Unica Zürn, El hombre jazmín


Xavier es un gran pianista, y sin embargo no es éste el más fabuloso de sus dones. Dicen que semejante sensibilidad al piano –como la de un médium que trajera la música desde su fuente- la heredó de su madre, Madeleine Vartan, a quien aquellos que conocieron en vida, al hablar sobre ella, parecen referirise no sólo a una persona sino también a un paisaje onírico, una visión atípica, una musa o un mar en calma. De esta paz carece Xavier -pronto a la alegría desbordante o a caer en el pozo de la desesperación-, pero es alguien que sabes del mejor acero que todavía está por templar.

Si Madeleine se antojaba casi un ser mítico para algunos que la conocieron (incluido Angelo, que en ciertas notas de su diario habla de un tiempo maravilloso en que ella residió en la Torre, o bien la nombra en la dedicatoria de varias de sus composiciones inspiradas por ella), tanto más tenía que serlo para Xavier, quien la perdió terriblemente pronto.

Cuando él tenía diez años y su hermana tan sólo ocho, Madeleine se despidió de ambos, ya muy débil, desde su cama en el señorial caserón campestre donde se retiró al abandonar París y casarse con un compositor español. Pero, ¿quién puede aceptar que no volverá a ver a quién más quiere, a alguien que más que una persona es todo el mundo que has conocido? No Xavier, para quien aquello era un error en el que tal vez había caído su padre, obnubilado por la pena, pero no él, quien sintió sobre sus hombros el peso de la responsabilidad de reencontrarla, pues tal vez sólo estaba perdida en el bosque y había que ayudarle a volver a casa.

La buscaba de día junto al río, al atardecer cerca de la alameda que bordea el camino que conduce a la casa y, ya de noche, en aquel rincón del jardín que a su madre tanto le gustaba, allí donde las enredaderas cubrían los hierros del umbráculo y Xavier, al estar junto a ella en los días de verano, se sentía sumergido en un palacio fabuloso bajo el océano.

Al fin fue en ese lugar donde la encontró. La primera vez fue apenas un atisbo, un susurro y una sombra pero, ¡era tal su alegría sabiéndose en lo cierto!: ¿cómo podría haberse marchado? ¿Cómo así? ¿Sin él? ¿Sin la pequeña Silvia? Y comenzó a frecuentar en la madrugada aquel rincón, primero en solitario, después con su hermana, quien también podía verla y a quien arrebataba hasta el desbordamiento la emoción. Y cuanto más reía y lloraba a un tiempo la pequeña más se acercaba el rostro de Madeleine que ahora podía alargar sus blancos brazos y tocarlos, besarlos. Y con aquel contacto Xavier se sintió como en medio de un vendaval en el que a duras penas se mantuvo de pie y cuyo aire atravesaba incluso su cuerpo. Y al fin comprendió. Pero Silvia después de aquella noche pasó días sumida en un sueño febril y fue entonces cuando comenzó a hablar de cosas extrañas que ni siquiera Xavier entendía, a llorar repentinamente, a escapar hasta el jardín sin él en la madrugada.
Una de aquellas noches, cuando Xavier se despertó alarmado y se acercó allí para buscarla, oyó la voz de su hermana como muy lejos y la luz de la luna delató a aquella criatura espantosa, la mujer que se hacía pasar por su madre: ¿qué era aquello? ¿Por qué mirar a sus ojos le daba vértigo? Tomó con fuerza a Silvia de la mano y corrió y corrió despavorido hacia la casa y la abrazó muy fuerte pidiéndole perdón, asustado de aquella cosa y de sí mismo. Y Silvia le perdonó, pero Xavier, quince años después, todavía no se ha perdonado a sí mismo.

Las visitas de la dama escalofriante cesaron pero, una noche, Xavier soñó con un incendio y se despertó rodeado por las llamas. Después de lo sucedido su padre vendió la casa y se marcharon a vivir a la ciudad, pero Xavier sabía que todo aquello viajaba con él y se sentía un monstruo peligroso. Y nunca lo habló con nadie. Él era como un pozo que tenía que ser anegado pero, ¿anegado cómo?, ¿con qué? Jamás se sintió capaz de apartarse de todo lo que lo apasionaba. Y tras años de miedo y dudas decidió tratar de comprender. Volvió a París, a la casa que fue de su madre, con el convencimiento que otorga la intuición de saber que allí encontraría las respuestas.
Y estaba en lo cierto, pues la más terrible de ellas le estaba aguardando en la estación nada más bajó del tren.

miércoles, 10 de febrero de 2010

Interludio

“Nadie puede ‘escribir un cuento de hadas’ si no cree en las hadas y no está familiarizado con las leyes del país de las hadas.”
Ananda K. Coomaraswamy

“-¡Ay! dije, en esta estación lluviosa de lluvia oscura, en este lúgubre tiempo ignorado, sólo vuestras lámparas de niños arden. Y yo también querría volver a mirar otra vez la luz del espejo.”
Marcel Schwob, El libro de Monelle


Si el pueblo feérico tiene canciones infantiles, si los niños que secuestran en sus intercambios se atreven a nombrar aquello que más temen, tal vez lo hagan acompañados de una musiquilla sencilla e intrigante, una de esas melodías protectoras de los juegos más secretos capaces de ahuyentar el mal, como un talismán. Entonces, mientras corretean en los patios de los palacios subterráneos, puede que girando alrededor del árbol más alto, o quizá saltando a la pata coja sobre baldosas de bronce, plata y oro, se atrevan, antes que mengüe la luz de las lámparas, a nombrar ese lugar:

Molaki limita con todos los males del mundo,
por eso su cercanía es un mal augurio.

Molaki es origen de grandes pesares,
pues es propio de los sueños convertirse en vigilia.

Molaki sin embargo debe existir: si el fuego de Molaki se extingue, desaparece la frontera con el Mal.

Quisiera narrar, antes de que me guíen hasta ese lugar, todo lo que aconteció para acabar afrontando semejante destino. No sé en qué momento vendrán a por mí pero, si no terminara ahora, espero continuar a mi regreso. O mejor, tal vez debería expresarlo de esta manera: espero regresar.
Y aunque averiguar cómo encontrar el camino de retorno habría de ser lo único que ocupara mis pensamientos, creo que será propicio tener todo lo ocurrido en cuenta al tratar de afrontar esta historia. Mas, ¿por dónde iniciarla? ¿Cómo comenzó todo? No es fácil buscar algún principio a este vórtice de acontecimientos.
Pero si en verdad me propongo hacerlo, tal vez pueda empezar por cómo Xavier, hijo del Vigilante, liberó a la Serpiente de su cautiverio.

viernes, 20 de noviembre de 2009

La ladera del Glydel Fawr

Para Kiko, David, María y Jorge, aquellos que dan vida a estas historias.
Para Sahaquiel, quien me ayuda a comprender su verdadero sentido.

Con el terror ciñendo mi cabeza
dije: "Maestro, ¿qué es lo que yo escucho,
y quién son éstos que el dolor abate?"
Y él me repuso: "Esta mísera suerte
tienen las tristes almas de esas gentes
que vivieron sin gloria y sin infamia.
Están mezcladas con el coro infame
de ángeles que no se rebelaron,
no por lealtad a Dios, sino a ellos mismos.
Los echa el cielo, porque menos bello
no sea, y el infierno los rechaza
pues podrían dar gloria a los caídos."

Dante, Infierno (III, 31, 42)

La figura esbelta, casi etérea de Isobel, se perfilaba decidida contra el viento y el paisaje gris mientras ascendíamos por la ladera del Glydel Fawr. Nunca antes había visitado Snowdonia, una maravillosa región de soberbios lagos, bosques, páramos y montañas al noroeste de Gales, ni había oído hablar de ella hasta que Gabrielle me contó su providencial encuentro en este lugar con las hermanas Bethan e Isobel Cadwalader. La narración de Gabrielle, en todo caso, dejaba más a la imaginación que realmente contaba, y tras negarse a ofrecerme más detalles de aquel encuentro me dijo con el fácil propósito de intrigarme:

-Tienes que hablar con ellas y ver con tus propios ojos ese lugar. Deja que te cuenten las leyendas que conocen: sé que te fascinarán. Y es muy importante que las medites; existe la posibilidad de ahondar mucho más en el misterio de la torre.
Me encanta Gabrielle haciéndose la misteriosa, así que le insistí un poco más, aunque sólo fuera para divertirme viéndola fruncir la nariz y decirme con un tono entre risueño y reprobador:
-¡Ay, Franta!, ¡vete ya y no me tires más de la lengua o acabaré contándotelo todo!

Con un coche alquilado seguí las carreteras secundarias y después los caminos pedregosos hasta el apartado caserón de la familia Cadwalader en el corazón de Snowdonia. Me sobrecogió el paisaje que lo enmarcaba: colinas que parecían dibujadas y un cielo cubierto por pesadas nubes que volaban veloces hacia el horizonte luminoso, como oscuros pájaros ávidos por la luz. Un poco más allá de la casa se perfilaba la silueta del pequeño castillo que erigió el antiguo señor y custodio de estas tierras: el insigne Meical Cadwalader cuya magnífica historia estaba a punto de conocer.

-Bienvenido, Pola –dijo Isobel sonriente al abrirme las puertas-. Por favor, siéntete como en tu casa: los amigos de la dama Ceinwen son nuestros amigos.

Al entrar al salón me sorprendió un antiguo tapiz que, ocupando gran parte del muro, mostraba una escena espectacular: en una parte se libraba un combate entre un jinete y una bestia, un precioso dragón bordado en granate, negro y plata; más allá se alzaba una torre cuya cima se perdía entre nubes doradas a modo de escala por la que descendían los ángeles.

-El tapiz narra la historia de nuestro antepasado Meical Cadwalader –me explicó Isobel más tarde-. Se dice que hubo un tiempo en que los ángeles instruyeron a los hombres en el arte de la construcción de las Torres, pero cuando sus conocimientos quedaron ocultos, aquellos que pretendieron su poder, incapaces ya de construirlas, se vieron en la necesidad de conquistarlas. Se cuenta que cada Torre estaba guardada por una terrible bestia, y que sólo a aquel que conseguía abatirla se le reconocía su derecho. Así lo hizo Meical, y tras vencer al dragón, los ángeles le entregaron el sello garante de su rango y con él la sabiduría de aquellos para los que las Torres ya no esconden secretos. Fue con éste poder con el que Meical hizo temblar la tierra y detruyó la Torre: ésa fue su elección. Más tarde erigió aquí su castillo y se consagró a proteger por sí y por su familia esta tierra de todo aquello que el rumor de sus ruinas aún pudiera convocar. Fue su nieto Gwythyr, según cuentan nuestras crónicas, quien se comprometió más tarde en un pacto, un juramento que vincula a mi familia con Ceinwen y aquellos que combaten junto a ella.
Al ver mi gesto inquisitivo, asintió con la cabeza y añadió:
-Paciencia. Mañana hay un lugar que quiero mostrarte; allí te hablaré detenidamente sobre ello.

-Encontramos una noche a Gabrielle y Xavier muy desorientados junto al emplazamiento donde estuvo la Torre de Meical- explicó Bethan -. Y no me sorprende que contaran que viajaron allí desde vuestra Torre en París, pues se dice que todas están íntimamente conectadas entre sí, más allá de las barreras del espacio o el tiempo. Aunque de ésta que se alzó un día en nuestras tierras no queden ni tan siquiera los cimientos, el viento que viene de allí trae mensajes que aún pueden escucharse si sabes prestar atención: nos hablan de las cosas que siempre fueron, son y serán.

Tras la cena terminamos la velada bebiendo algo junto al fuego. Por turnos siguieron hablándome de la visita de Gabrielle y Xavier, de su padre Siorus y de las historias sobre Ceinwen:

-La dama Ceinwen, “madre de dragones”, solía hablar con las tarascas de estos parajes cuando aún eran numerosas –explicó Bethan-. Nuestro padre nos contaba esas historias cuando salíamos a pasear por el bosque: ¡imagínate mi sorpresa al reconocerla, al saber que era ella la que tenía frente a mis ojos cuando Gabrielle y Xavier volvieron aquí acompañados por ella! Sólo la había visto en sueños: siempre trae noticias de mi padre y me reconforta, aunque al despertar nunca recuerde lo que me ha revelado.

En estos términos se referían a Ceinwen, aquella que en París llamamos Charo, una de mis compañeras de la torre Perret a la que conozco desde hace ya varios años y cuyo pasado -que parece perderse en el tiempo-, es un misterio para todos, incluso para ella misma. Sin embargo, los acontecimientos parecen conjurarse últimamente para que recuerde y comprenda el verdadero alcance de su misión. Y los acontecimientos, ya se sabe, no se conjuran sin razón.

Finalmente la charla se fue desviando hacia temas más mundanos hasta que terminamos hablando sobre nuestros respectivos gustos musicales. Observando con atención pude verlas tan parecidas y tan diferentes entre sí como suelen serlo las hermanas, pues la luz del fuego iluminaba sus rostros revelando impresiones muy distintas sobre las dos: sobre Isobel, unos tres años mayor, el reflejo del fuego parecía acariciar la superficie para elevarse a partir de ella, como enmarcando su rostro y otorgando aún mayor distancia a la dulzura de su mirada; sobre Bethan la luz jugaba acentuando sus formas en un perfecto equilibrio de claridad y oscuridad, haciendo brillar su viva mirada como una flecha a la caza siempre atenta del detalle.
Más tarde me enseñaron el resto de la casa y pude comprobar la pasión familiar por el medievo en su cuidada biblioteca. Finalmente, antes de acompañarme hasta la habitación de huéspedes, Isobel me mostró una sala donde había guardada una impecable armadura.

-Pertenece a mi padre –dijo mirándola con una mezcla de orgullo y tristeza-. Hace ya dos años se marchó en plena noche llevándose únicamente su espada. Bethan lo vio desde la ventana de su habitación saliendo de casa en la madrugada. Dice que lo acompañaba otra persona, alguien muy alto y encapuchado a quien no fue capaz de ver el rostro. Corrió lo más rápido que pudo para buscarlos, pero ya no pudo encontrar a nadie en el camino. Desde entonces no hemos tenido más noticias, salvo los sueños de Bethan y un mensaje –aquí se detuvo y tras una pausa en que esbozó una sonrisa, añadió -: pero siempre hemos sabido que sigue con vida.

A la mañana siguiente Isobel y yo partimos camino a la cima del Glydel Fawr. Durante el ascenso iba mejorando la perspectiva para contemplar aquellas tierras: montañas tapizadas de grises, ocres y verdes mezclados como en una acuarela y brillantes lagos lechosos bajo la tímida luz del sol apantallado tras las nubes. Todo tenía cierto aire pretérito, primigenio, como un paisaje elaborado por antiguos dioses que ensayan por vez primera la belleza mineral que otorgarán a este mundo.
Tras unas horas caminando prácticamente en silencio nos detuvimos al fin frente a nuestra meta. Se trataba de una extraña formación de alargadas rocas grises de aspecto imponente. Su presencia se perfilaba con gran fuerza, como sólo lo hacen las cosas que se encuentran a un mismo tiempo en éste y el Otro lado.

Isobel se agachó entonces y rozando con sus dedos el suelo me dijo:

-Sobre este punto posó la mano Xavier y tras desaparecer frente a nuestros ojos, volvió trayendo el primer mensaje de mi padre que hemos tenido fuera de los sueños de Bethan -tras sopesar qué decir, finalmente sólo añadió-. Tu amigo, desde luego, tiene extraños e interesantes dones.
No sé hasta dónde llegaban sus intuiciones, pero un tiempo más tarde comprobamos hasta qué punto tenía razón sobre él.
Acercándose después un poco más a las piedras, Isobel me contó la leyenda:

-Este es el lugar en que cayó Lucifer cuando fue expulsado del Cielo –explicó. Y señalando después a las rocas dijo-, y esta es su mano que tras la caída quedó al descubierto. Prudencia pues en este suelo sagrado: nos encontramos sobre una de las puertas del Infierno –tras quedar unos momentos pensativa continuó-. Se dice que alrededor de la mano hay noches en que pueden verse figuras caminando en círculos. Dan vueltas y vueltas, una y otra vez, lamentándose en forma tan amarga, que sus voces arrastradas por el viento pueden llegar a helarte la sangre aunque estés a muchas millas de aquí. Algunos cuentan que son fantasmas, pero mi padre me habló de su verdadera identidad tras la primera noche en que soñé con ellos cuando aún era una niña. Los días que siguieron a ese sueño me leyó la historia de Parzival, aquel que habría de convertirse en el rey del Grial. En el relato, su tío Trevizent contó a Parzival cómo Dios, en un principio, envió como custodios del Grial en la tierra a los ángeles neutrales, aquellos que no tomaron partido por ninguno de los dos bandos cuando lucharon Lucifer y la Trinidad; lo guardarían hasta alcanzar el perdón divino y al ser relevados en su cometido por la comunidad de hombres y mujeres llamados a dicha misión, aquellos “a quien Dios designó para ello y les envió su ángel”, fueron sus palabras. Pero cuando Parzival logró su meta, su tío habló sobre estos ángeles una segunda vez, revelándole sólo entonces la verdad sobre ellos:

“Os he contado que los ángeles expulsados habían vivido en el castillo del Grial, por castigo de Dios, mientras esperaban su Gracia. Pero Dios es inflexible y continúa la lucha contra aquellos que yo había dicho que podían conseguir su favor. Quien desee recibir su recompensa debe declararles la guerra. Están perdidos eternamente, pues ellos mismos eligieron su caída.”

Después se quedó en silencio, caminando alrededor de las rocas meditativa; hasta que un nuevo pensamiento cruzó su frente y su mirada serena volvió a dirigirse a mí:

-Si te acercas para observar mejor las piedras, te contaré qué otro secreto guardan –obedecí y ella fue señalando las rocas una a una -. Sobre cada uno de los cinco dedos está grabado el sello perteneciente a una Torre, aquellos emblemas conseguidos por quienes detentan su poder, sus custodios y protectores. Mi padre me contó que hace mil años, cinco Torres hicieron un pacto en este lugar: marcaron los sellos de sus casas y juraron consagrarse juntos a la lucha contra las gentes de Yvtrhuwn. Así es como los llama mi familia, pero tienen muchos nombres. Sé que vosotros los habéis combatido y los conocéis como los habitantes de la Ciudad Maldita y los Usurpadores, aquellos de quienes se dice que buscan la Vía para descender por ella; aspirantes a dioses que pretenden someter la Serpiente a su voluntad.
Me quedé observando los símbolos detenidamente tratando de recordar si había algún lugar donde hubiera podido verlos antes, pero sólo reconocí aquel que perteneció a Meical y que estaba representado en el tapiz.

-Sí, este es el sello de mi familia- confirmó Isobel –y de los otros sólo conozco lo poco que me ha revelado mi padre. -Deteniéndose frente a aquel que estaba grabado sobre el dedo índice prosiguió:- Este símbolo corresponde a la terrible Eriltes, a quien sé que conocéis. Se cuenta que Eriltes y Ceinwen son hermanas y que eran sacerdotisas de una Torre muy antigua que se alza en algún lugar oculto no muy lejos de estas tierras. Pero Eriltes traicionó a Ceinwen y a su culto y elaboró un arma de gran poder. Se dice que posee una daga en la que engarzó una piedra negra con un mango tallado a partir de las raíces del roble sagrado. Con ella atravesó el pecho del Ben-Elohim, el ángel que velaba por esa Torre, consumiendo su poder y se dice que su sangre. Eso convirtió a Eriltes en una poderosa bruja, tanto -advierte siempre mi padre-, como un demonio. Después hirió a Ceinwen para robarle sus conocimientos y recuerdos. Y se dice que desde entonces Ceinwen viene renaciendo a lo largo de los siglos, viviendo muchas vidas, siempre guiada por la fuerza de su destino para luchar contra las gentes de Yvtrhuwn y los fomore; hasta que llegue el día en que se haga valer el pacto y se reúna de nuevo con Eriltes y los demás sobre esta montaña.
Entonces, alzó su mano y señalando unas colinas lejanas dijo:

-En ese momento los ejércitos de Arturo podrán verse desfilar sobre las cimas, tal y como se canta en las viejas canciones –y fijando la vista en el horizonte, respiró hondo antes de añadir-: entonces volverá mi padre o yo ocuparé su lugar como líder de mi casa –Isobel sonrió-. Después de todo Cadwalader significa “líder de la batalla” –y mirándome fijamente a los ojos preguntó-: Ese día estarás a mi lado y al de Ceinwen, ¿verdad, Pola?
Asentí con la cabeza.
Cuando comenzamos el descenso de la montaña alcé la vista mirando hacia el cielo buscando confirmación a mi asentimiento; pero el intrincado vuelo de los pájaros me habló en realidad de todo lo que aún deberé enfrentar si es que ha de llegar para mí ese día.

martes, 15 de septiembre de 2009

Xvarnah

"¡Bien amado!
No puedes tratarme con equidad,
Pues si te aproximas a mí,
Es porque yo me he aproximado a ti"
Ibn 'Arabî


Aquel que vive en mí se mueve con la luz entre las hojas de los árboles; dibuja la imagen del sol en la tierra para que pueda contemplarla sin cegarme.

Aquel que vive en mí camina a mi lado y yo camino a su encuentro; y no hay vereda solitaria ni soledad bajo la luna.

Aquel que vive en mí cruzó la montaña en dirección al mundo; descendió al páramo, contempló la torre abandonada, y supo ver el pilar de un puente desaparecido.
Venció a quienes guardan las murallas aunque las flechas rasgaran su túnica; mientras, vi su rostro en cada cosa como en un espejo milagroso.
Caminó sobre el mar a lomos de la serpiente para cruzar las aguas; yo sentí desbordar mi alma y quemarse el mundo en los hornos del xvarnah.

¿Es este fuego el mismo que un día lo forjó? Pues todavía no está extinguido.
En ese lugar todo es tan nuevo que aún permanece incandescente.
Eternamente nuevo.
Eternamente.
 
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