sábado, 22 de enero de 2011

La respuesta de la Ninfa

"Se habla de un oráculo que la Noche y la Luna comparten. Carece de límite y tampoco tiene fondo, sino que anda errante entre la humanidad a través de sueños y visiones."
Plutarco

En Molaki todo es un sueño. Pido Perdón pues a aquellos que podáis leer este escrito si os llega a parecer confuso, pero narraré lo que aconteció tal como fue, en la medida en que sea capaz de contar aquello de entre todo lo que vi que puede en realidad ser contado.

Allí donde los días no dependen del viaje del sol ni los acontecimientos parecen seguir mayor orden que el destello de un pensamiento, las pesadillas se sucedían. Y no porque supiera al aceptar mi viaje que todo lo que visitaría sería un sueño dejaba por ello de ser aterrador, pues, ¿qué podría haber de irreal en aquello que puede conocerse? Sólo que su realidad pertenece a otro mundo, pero uno que no deja de trenzarse en el que consideramos nuestro y que con frecuencia nos lleva más allá de nosotros mismos.

Había sido invitado a un banquete. Los comensales, corteses pero distantes, decían pertenecer a una corte que había estado dormida. A la luz de las velas, una muchacha, casi una niña a quien se dirigían como “alteza”, permanecía medio bañada en la sombra, y los rumores parecían susurrar aquí y allá que su majestad aún no había despertado. Sólo una figura parecía prestarme mayor atención que la requerida por la mera cortesía frente a un invitado. Era un hombre muy alto de rostro malcarado, que fruncía el ceño y torcía el gesto mientras me miraba muy fijamente. Aún así, si hubiera tenido que apostar contra él, habría dicho que trataba de marcarse algún tipo de farol y que era muy bueno haciéndolo. Tras unos momentos observándome con atención y evaluando cada uno de mis gestos, se acercó hasta mí. Aunque su figura era completamente humana se presentó como un fauno y su nombre comenzó a borrarse de mi memoria apenas lo hubo pronunciado. Por algún motivo casi preferí que fuera así. Llevándome consigo hasta un oscuro salón adyacente, y una vez medio escondidos tras unas pesadas cortinas, sacó de bajo de su capa una bolsa de seda negra y abriéndola dejó caer en mi mano un collar compuesto de gemas de brillantes colores.

-Su alteza me ha dado esto para vos- dijo entonces enfatizando la voz para que volviera a levantar la mirada desde la joya hasta sus ojos-. Es un presente para que podáis entregarlo a una dama-. Por unos momentos se detuvo a observar mi gesto de sorpresa, y entendiendo cuál era mi pregunta, añadió cambiando el tono: -tú que temes ser un instrumento del Mal, hombre peligroso, ella contestará cualquier pregunta que seas capaz de formularle –y levantando una ceja dejó entrever un amago de sonrisa para añadir: -¡cuán limitado te encuentras en verdad!
Después me llevó frente a una puerta y abandonó la estancia sin despedirse ni mirar atrás.

El camino que me alejó del palacio parecía una senda casi borrada y apenas distinguible a pesar de la luz de la luna. El firmamento se veía muy claro y el aire era frío, como correspondería a una despejada noche invernal. En aquel lugar no conseguí distinguir más que un paisaje pedregoso con pequeños arbustos espinosos que, desperdigados, adornaban el suelo de roca oscura. Sólo un poco más adelante vi lo que parecía un pequeño montículo escarpado o tal vez unas piedras gigantescas amontonadas desordenadamente. Decidido a escalarlas, comencé a escuchar un sonido de agua que venía de algún lugar en el interior de aquellas rocas. Cuando llegué a la cima pude ver que la piedra se abría en una ancha cavidad interior, casi circular, en la que había un estanque de aguas negras. Me pareció que sólo tras observarlo un rato comenzó a reflejar las estrellas, primero como un espejo en calma para pronto comenzar a agitarse suavemente en ondulaciones que parecían multiplicar las luces. Entonces me pareció que la luna había venido a reflejarse igualmente, hasta que comprendí que aquella luz que pronto emergió de la superficie era una mujer o tal vez lo más parecido a una mujer que podría haber surgido de aquella materia. Se acercó nadando graciosamente hasta quedar bajo donde yo estaba asomado y me miró muy fijo, aguardando algo. Comencé a descender por la roca hacia ella, y cuando quedé prudentemente cerca según estimé, extendí mi brazo ofreciéndole el collar de gemas que, en aquel lugar, parecían haber perdido su brillo, pues reflejaban sólo la oscuridad. Ella lo miró, levantó de nuevo su pupila hasta la mía, sonrió complacida y tras tomar mi mano, estiró con fuerza haciéndome caer con ella al interior de las aguas.

-Yo contestaré tu pregunta- dijo sosteniendo mi rostro entre sus manos-, pero tienes que darme un beso.

Entonces me besó, y como si hubiera estado hecha de mercurio, comenzó a arrastrarme hacia el fondo mientras me abrazaba, cada vez más profundo, hasta que todo se oscureció por completo allí donde ya no llegaba ninguna luz. Entonces sentí que me perdía, que no habría sabido, aunque me liberara de su abrazo, en qué dirección nadar para llegar arriba, y supe que pronto se agotaría el aire de mis pulmones aspirado en aquel beso. Recordando para qué había venido pensé que tal vez acertaría a escuchar la respuesta antes de morir y sentí cómo ella esperaba la pregunta como una tensión en mi mente. Y ya no pude pensar en nada más cuando acerté a preguntar:

-¿qué es lo que debo conocer?

Me encontré tumbado en la arena de un desierto. El cielo, casi blanco de lo luminoso, hizo que en un primer instante quedara deslumbrado. Al girar para tratar de levantarme comprendí que me encontraba en lo alto de una gran duna y vislumbré un valle, todo de arena. Entonces vi que no estaba solo.

En el valle estaba Eugen como nunca antes lo había visto. Tenía desplegadas unas alas imponentes de plumas blancas, grises y negras, y vestía una coraza brillante sobre unos ropajes de aire oriental. Portaba una lanza en sus manos y, mientras se movía como acechando algo en pequeños pasos calculados, seguí su mirada que vigilaba atentamente la arena bajo sus pies. Entonces me di cuenta que algo enorme se movía bajo ella, primero muy lentamente, hasta que emergió, de forma repentina y con un fuerte impulso que lanzó al aire una lluvia de arena, una serpiente gigantesca. Y tuvo lugar el combate: Eugen se movía no menos rápido que aquella criatura, saltando, esquivando sus embates y enarbolando su arma que lanzaba estocadas tan veloces como eran los intentos de la serpiente por arrancar su cabeza de un mordisco. Y así combatían hasta que, de algún modo, zafándose de ser estrangulado por sus anillos, Eugen atravesó el vientre de la serpiente. Subiéndose sobre ella se aseguró que la lanza la atravesara de costado a costado, hundiéndola con fuerza hasta que la criatura expiró y dejó de moverse. Entonces de la herida y de la sangre brillante comenzó a crecer un árbol que pronto alzó sus ramas imponentes. Eugen se quedó junto a él, bajo su frondosa copa, y su sombra y la del árbol se hicieron largas sobre la arena que asemejaba incandescente mientras el sol parecía prendido entre las ramas.

Entonces todo cambió. De nuevo el paisaje desértico estaba vacío y sólo una figura se movía sobre la arena. Era Karel a quien reconocí antes por su hermosa voz que cantaba que por su figura. En sus manos la lanza que antes portara Eugen parecía un objeto diferente, más parecido a un báculo, y la levantó para moverla en el aire siguiendo el ritmo de sus versos. Fue entonces cuando la serpiente surgió de nuevo desde bajo de la tierra y comenzó a moverse alrededor de Karel quien había comenzado a danzar. Ella empezó a acercarse lentamente hacia él, dando vueltas y dejando dibujada en la arena la huella de su trayectoria espiral. Hasta que llegó un momento que Karel cesó de danzar, giró la lanza y la clavó con decisión en el suelo; mientras, la serpiente llegó hasta el centro y se enroscó trepando lentamente por ella, hasta que su cabeza llegó a lo más alto y su boca quedó abierta hacia el cielo. Y ni el báculo, ni Karel, ni nada en aquel lugar produjo una sombra bajo la luz del Sol.

 
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